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Vista desde el cielo, podría parecer una araña que extiende sus patas para conectarlo todo. En las 114 hectáreas de la finca colombiana El Silencio, en San Francisco, Cundinamarca, hay 1,6 kilómetros de hileras de árboles y arbustos que unen por distintas partes el bosque andino de niebla y los robles que la rodean. “Todo está comunicado”, dice Berenice Granados, una de las trabajadoras del predio, mientras apunta con su mano la larga mancha verde y densa que tiene atrás. Ella está parada sobre un potrero cercado, donde comen con parsimonia las diez vacas que serán inseminadas artificialmente en los próximos días. A pesar de ser una finca ganadera, dedicada a producir leche, El Silencio está atravesada por especies nativas, orquídeas y otros animales silvestres; creada a punta de prueba y error, lleva más de 20 años experimentando cómo disminuir su impacto ambiental. Cada árbol, cada cerca, es una decisión pensada.
Dos veces al día, cuenta Andrea Coronado, hija de Berenice y administradora de la finca, corren tres metros el alambrado en donde pastan las vacas. Con eso, lo que queda detrás se empieza a recuperar más pronto y los animales tienen comida nueva para probar. Alrededor también sembraron saúcos, un alimento “de segundo piso”—lo llaman—, que no solo les garantiza más proteína en la leche, sino que es un plan B para cuando el pasto se quema durante las sequías. Al lado de este ganado, solo un pequeño porcentaje de las 83 vacas que tiene la finca, hay una huerta con zanahorias, perejil, lechuga y espinaca. Cuando las reses ven que alguno de los siete trabajadores se mete allí, se acercan y asoman sus húmedos hocicos, curiosas. “Lo que sobra de la huerta se lo damos a ellas, por eso vienen a ver qué estamos haciendo”, explica la hija.
Todo El Silencio sigue un patrón: entre los potreros —algunos en descanso y otros con ganado— se levantan porciones de vegetación espesa, cercada, cuidada. Pequeños bosques jóvenes que ellos mismos han sembrado para restaurar parte del ecosistema. Así, sumándolas todas, han regenerado 20 hectáreas, mientras que 42 más las mantienen en conservación. Es una finca atípica y que da pistas sobre cómo se deberá producir alimento en un futuro —o ya en un presente— marcado por la triple crisis ambiental —de calentamiento, pérdida de biodiversidad y contaminación—, logrando superar dicotomías como la del ganado versus el medio ambiente. El Silencio es una finca y a la vez una Reserva Natural Privada en la que se han identificado 610 especies de plantas vasculares, 110 de aves y diez de escarabajos estercoleros. Gracias a un proyecto junto a la organización Arasarí, en la que pusieron seis cámaras trampa en los corredores biológicos entre 2023 y 2024, intercambiándolas de lugar cada dos meses, saben que las vacas conviven con diez especies de mamíferos, incluidos el puerco espín (Coendou vestitus), la zarigüeya (Didelphis pernigra), el jaguarindi (Herpailurus yagouaroundi), el tigrillo (Leopardus tigrinus) y el tinajo de páramo (Cuniculus taczanowskii).

Tés de bosque
Lo más difícil de cambiar es la parte psicológica, concuerdan madre e hija. Cuando se decidió dejar de fumigar con químicos, hace más de seis años, todo parecía querer llevarlas a la inercia. El pasto se iba poniendo amarillo, señal de que tenía chinches. “Eso nos asustaba y nos entraban unas ganas de ponerle químicos”. Pero era cuestión de paciencia. Uno, dos, tres meses después, la vegetación crecía normal, incluso más fuerte.
Dejar de utilizar químicos fue una decisión ética, cuenta a través de una videollamada Claudia Durana, dueña de El Silencio. “Entramos a ayudar a una investigación participativa con el CIVAP [Centro para la Investigación en Sistemas Sostenibles de Producción Agropecuaria], y nos dimos cuenta de que morían muchísimos insectos con los pesticidas y apenas lo hacían dos o tres chinches”, asegura. Por ese entonces, un biólogo que compraba exclusivamente la leche de El Silencio para hacer yogur griego, les sugirió además que se volcaran a hacer una producción orgánica y les asesoró para crear una serie de productos para evitar plagas y fertilizar la tierra.

Así, El Silencio es una especie de laboratorio artesanal. Al lado de los establos en donde descansan los 23 caballos, hay dos largas camas de tierra y lombrices cubiertas con lonas de plástico negras. Allí va a parar el estiércol de los equinos que, tras distintos procesos, se convierte en alguno de los diversos tipos de fertilizantes que producen. Está, por supuesto, el compost sólido que sale del simple tratamiento generado por las lombrices, pero también el lixiviado, el agua que sueltan las camas de tierra y que recogen para, como dice la zootécnica Coronado, hacer sus “experimentos”.
En un barril está el “liximax”, nombre que le pusieron a una versión más fuerte del lixiviado, que mezclan con otras sustancias, como melaza y roca fosfórica, y que deben mantener aislado del aire durante días para que funcione. En otros toneles está el “té de bosque”, bautizado así porque es similar a lo que se hace con la bebida caliente. En una gran bolsa ponen un sustrato con bacterias y hongos recogidos alrededor de la finca, que viene de asentarse con otros productos naturales, y la meten en el líquido, “a que suelte”.

“La verdad, es que tenemos la libertad para probar cosas”, confirma Granados. Hace unos meses, sin decirle nada a Durana, le dejaron de dar concentrado a las terneras. Y similar a lo que pasa con los experimentos científicos, en el que quien mide los resultados no sabe si se trata de un placebo o no, al pesarlas, la dueña de la finca no vio una baja de peso. “Me dieron esa sorpresa”, dice. Así ha sucedido con varias prácticas. Se lanzan a cambiar algo, lo miden y determinan si mantenerlo o no. Incluso, hay cinco publicaciones científicas de estudios que se han realizado en El Silencio. “Nos hemos dado cuenta de que muchos insumos externos que le venden a uno con el modelo ganadero no son tan necesarios y hemos ido prescindiendo de ellos poco a poco”.
En El Silencio se ha creado un conocimiento con evidencia propia y por eso es también una de las 56 fincas demostrativas del proyecto Paisajes Futuros de The Nature Conservancy (TNC). “Es un programa mundial, pero que en América Latina y el Caribe busca que se regeneren tres millones de hectáreas en Argentina, Paraguay, Perú y Ecuador, además de Colombia”, explica Mariana Jaramillo Thomas de TNC. “Estamos viendo que lo que hace esta finca es posible, rentable, así que queremos responder a la gran pregunta sobre cómo escalarlo”.

Eso, ser rentable, es lo que lleva a muchos productores a no tomar la decisión de transformarse. Durana, sin embargo, ha acumulado juiciosamente datos que demuestran lo contrario. Con entre 750 y 800 litros de leche diarios, actualmente están produciendo lo mismo que en 2014, cuando tenían a la finca metida en un programa de intensificación ganadera basado, en gran parte, en el uso excesivo de pesticidas. Ahora, comenta, la leche tiene 10% más proteína, no gastan en productos externos y han bajado la cantidad de concentrado que deben dar a las vacas. “Se volvió una finca alegre”, es la palabra que usa para describir lo que ahora ve en El Silencio. “Cuando uno se para en medio de un potrero, ve las abejas, las mariposas. No sé, yo siento que está contenta la finca”.