Mundos íntimos. Mi tía compartía su novio con otra mujer. No sé si ella fue sumisa o una una feminista que vivió en libertad.

Mundos íntimos. Mi tía compartía su novio con otra mujer. No sé si ella fue sumisa o una una feminista que vivió en libertad.


Mientras la novia de mi amigo acomoda las servilletas, él me alcanza una cerveza sin alcohol. Tengo una hora de viaje para volver a mi casa y si manejo no bebo.

—¿Viste esas lucecitas? Son aviones esperando la orden de aterrizar. Se mueven, parecen estrellas pero no lo son —dice él apuntando al norte.

—Le propuse casamiento, pero la señorita no quiere.

—Para mí el amor no está en los papeles —dice ella, segura y sin intención de molestar a nadie, intuyo que se protege del divorcio que está atravesando.

—Y bueno si son solo papeles nos casamos y listo —resuelve.

Recuerdo. Margot, Verónica Schiliro niña y Besote.Recuerdo. Margot, Verónica Schiliro niña y Besote.

—Para vos es fácil, ya te casaste dos veces, la tercera da igual —ella se ríe y levanta un hombro. Se toman el desacuerdo con humor.

Yo no estoy tan segura de que el amor no esté en los papeles.

Mi tía Margot tuvo un novio hasta que él murió, a los 80 años. Cuando nací ya se habían jubilado. Pasaban el día juntos, pero él se iba por las noches; tenía, además, una novia que no era Margot. Mi tía lo acompañaba a la estación de tren, después llamaba a la otra casa y decía: “Te lo mando a Enrique”.

Al mediodía siguiente, la llamada la recibía mi tía: “Te lo mando a Enrique”, decía la novia número dos. Esta relación duró casi toda su vida. Nunca estuvieron los tres al mismo tiempo en un mismo lugar.

Juntos. Enrique y Margot (der.) junto a los padres de Verónica Schiliro el día que ellos se casaron.Juntos. Enrique y Margot (der.) junto a los padres de Verónica Schiliro el día que ellos se casaron.

Mi tío era médico y le había ido bien, compró casas, departamentos. Todo lo que tenía lo repartió entre las dos. Nunca se casaron, ni tuvieron hijos, pero escrituras y testamentos son papeles también.

—Mirá tu tía, qué señora moderna —dice mi amigo.

Viví en esa casa con mis padres, en la zona comercial de Caseros, los primeros meses de vida. Más tarde nos mudamos, pero seguía al cuidado de mi tía. Mis padres se iban a trabajar y yo me quedaba desde la mañana con Margot y sus tres hermanas. Almorzábamos y después llegaba mi tío Enrique.

Se cruzaba una reja y se entraba por la puerta de madera al pasillo oscuro y largo que rebotaba el sonido como un túnel metálico. Al fondo, la luz del patio interno: un rectángulo de cemento que conectaba dos casas pequeñas, en una vivía Margot con su pequinés Besote y su hermana Mime y, en la otra su hermana Isolina (mi bisabuela) y su hermana Corita. En ese patio yo tenía permitido jugar. El toldo verde condensaba el calor en verano. Podía ir de una casa a la otra, abrir las puertas, abrir todos los placares y cajones, abrir las heladeras, abrir libros y cuadernos. Correr y descubrir mi voz en el eco de las baldosas. Nunca me aburría. Besote iba conmigo a todas partes. En invierno limitaban las horas del patio para que no tomara frío. A las cuatro de la tarde, como un trabajo, nos sentábamos a mirar el programa de televisión favorito de mi bisabuela: “Yo me quiero casar, ¿y usted?”.

Isolina le gritaba al televisor cuando algo no le gustaba. Por ejemplo, si el señor número 3 se tapaba la boca ella decía “¡Saque la mano de ahí, hombre!”. Un fresco de finales de los 80: los regalos de Ultracomb, las flores de plástico, el pelo tupido de Roberto Galán y sus preguntas complejas: ¿Usted hace cuánto enviudó? ¿Usted tiene casa? ¿A usted le gusta trabajar? Los números de cuántas parejas se habían formado hasta el momento y cuántas se iban a casar. Mi bisabuela gritaba, también, si no le gustaba la pareja que se estaba conociendo en el living del amor: “¿Pero qué se cree, esta? ¿que la va a mantener?” Mi tía no decía nada.

En el fondo de la segunda casa, la de Isolina y Corita, había un jardín al que yo tenía prohibido salir. No tengo el recuerdo prosaico de la instrucción, solo sé que la cumplía. Tampoco recuerdo que mi tía se enojara conmigo o me retara alguna vez. Íbamos juntas a hacer compras. Llevaba una bolsa tejida de hilo plástico que mantenía doblada en una mano y después iba llenando con quesos, carnes, verduras, postrecitos, un tetrabrik de vino tinto. Caminábamos de vuelta y de lo que yo señalaba en la vidriera del kiosco, me compraba dos.

—¿No le molestaba que tuviera otra mujer? —pregunta la novia de mi amigo.

—Es que ninguna era la otra mujer. Eran únicas las dos.

A mis cuatro años nos mudamos a Palermo y ya no pasaba todos los días con ella, pero iba algunos fines de semana. Recuerdo que en la cena miraban religiosamente el programa de Tato Bores, y justo cuando Enrique decía que ya era hora de irse, mi tía gritaba desde la cocina para superar la sordera de ambos y el volumen de la tele: “Ya está el café, Enrique”. Enrique se quedaba un poco más.

—Si les gustaba Tato Bores tenían que conocer a Federico Manuel —dice mi amigo y se levanta apurado. Trae de su biblioteca el catálogo de la exposición “Federico Manuel Peralta Ramos: Retrospectiva”.

Mi amigo lee con tono solemne la carta que escribió Peralta Ramos, cuando la fundación Guggenheim le pidió devolver el premio que recibió en 1969. Dice, entre otras cosas: “Una de las razones que me impulsaron a este tipo de manifestación es la convicción de que “la vida es una obra de arte”, por lo que en vez de “pintar una comida, di una comida”. Creo que la aventura del artista es el desarrollo de su personalidad, para obtener la “constitución” del yo. En una palabra: vivir”.

A partir de esta carta, la Fundación Guggenheim dejó de pedir explicaciones sobre lo que hacen los artistas con el dinero de las becas. Un un loco lindo, dice mi amigo.

Estoy hechizada. La memoria de mis tíos, mis amigos y su banquete de estrellas, Peralta Ramos y Roberto Galán. Antes de irme prometo preguntar más sobre Margot y Enrique, mamá vivió unos años con la tía en su adolescencia porque era mucho más permisiva que mi abuela.

En el auto, como si destapara una botella y las burbujas subieran por el canal efervescente de mi infancia, estas escenas se proyectan dentro de mí:

Los libros “Elige tu propia aventura”, Margot diciendo “no espíes el final, jugá bien”.

Enrique y una caja inmensa con un establo de plástico y dos caballos de colores Mi Pequeño Pony. Mi voz de nenita y la exclamación: “¡Gracias, tío, qué caro!”.

Margot y un huevo de pascua que me supera en altura.

El temblor de sus manos que imito y eso la hace reír.

Al día siguiente, le escribo un mensaje a mi amigo: “Peralta Ramos fundó la religión Gánica. Entre sus mandamientos se encuentran: ‘Hacer siempre lo que uno tiene ganas, no endiosar nada, regalar dinero y dejar a Dios tranquilo’. Esto es algo que mis tíos tuvieron que conocer, estoy segura”.

—De adolescente se había enamorado de la empleada doméstica y le comunicó al padre que se iba a ir con ella. “Mi padre me pegó una cachetada y gracias a eso soy médico”, me contó una vez Enrique —dice mamá al otro lado del teléfono.

—Para mí es esta misma mujer pero no sé. Las dos eran sus novias, estaba acordado así. Él era muy equitativo, se iba Mar del plata, alquilaba la carpa por mes y pasaba una quincena con cada una. El departamento de la costa lo vendió porque tenía uno solo y no podía dejarle uno a cada mujer.

—¿Te acordás el nombre de ella?

—Nunca lo supe. Se llamaban, decían “te lo mando a Enrique”, pero no es que eran amigas.

—¿Y cuando murió Enrique cómo hicieron?

En la familia organizaron horarios para que no se vieran, ellas no estuvieron en el velorio al mismo tiempo.

Me gustaría saber si las hermanas de mi tía se oponían a esa relación, nadie recuerda a Margot sin Enrique. Mime estaba en otro planeta, Besote la miraba y ella picaba la pelota con los ojos en un punto fijo; después de quedar viuda fue dejando de hablar. Corita era blanca como un huevo, había nacido en el año 1900 y pasaba el día en un sillón, por momentos se quedaba dormida, rezaba en voz muy baja, siempre seria y fanática de Dios y de la crema Hinds. Y mi bisabuela, la más conservadora, se sentaba en la cabecera. Cada mañana ubicaba en la mesa el maquillaje y un espejo con aumento. Acomodaba su peso a la silla y se pintaba como para ir a la televisión. Aplicaba un polvo volátil sobre el rouge porque el brillo en la boca le resultaba vulgar.

Miraba con desdén a mi tía Margot que usaba labial perlado y jugaba a la quiniela clandestina; olvidaba pagar los impuestos y confundía las compras. Le preguntaba: “¿Cuándo vas a dejar de beber, Margot?”. Mi tía respondía: bueno mañana, querida, mañana.

Mamá recuerda que mientras vivió con Margot y Enrique, los fines de semana por la tarde ellos decían “nos vamos al cine”. Ella les preguntaba ¿Qué van a ver? Y mi tía decía siempre la misma película: “Un hombre y una mujer.” Sospecha que se iban a un hotel a estar solos. No sabe el por qué de ese título en particular.

Papá agrega: Margot me daba plata a escondidas para que saliera con tu mamá. De jóvenes no teníamos un centavo. Y cuando vos naciste no compramos un solo pañal, ella se encargaba de todo.

Mi tía anudada el mundo con un cordón despistado y así amaba, tirando del vacío con un hilo de control. Una aparente sumisión le permitió hacer lo que tenía ganas: estar con mi tío Enrique. Un deseo no tiene suplente y se le impone al sentido común. Me acuerdo del sonido sincero de sus pies repicando el piso, esperándolo. Besote ladraba y salía corriendo antes de que sonara el timbre. Ella se apuraba como una paloma hasta que lo veía entrar y la casa entera pasaba de blanco y negro a color.

Un día espié desde la ventana el jardín prohibido: vi un cuadrado de pasto y yuyos en el que no había ni árboles, ni plantas ni flores; las paredes desvaídas: la imagen nítida del tedio. No sé si la vida de mi tía fue una obra de arte, pero al menos fue original.

De noche en mi balcón también titilan los aviones esperando una instrucción. Imagino que Enrique toma el café que preparó Margot y se quedan conmigo un rato más. De fondo la voz cavernaria de Federico Manuel Peralta Ramos recita: “El arte es hacerse cargo del dolor y la alegría de una época. El arte es tener talento para vivir una vida maravillosa”.