El elemento atómico más pesado que se ha fabricado hasta ahora es el oganesón (Og). Tiene el número 118 en la Tabla periódica y se sintetizó por primera vez en 2002, el mismo año en que Samanta Schweblin debutó como autora con El núcleo del disturbio, una docena de cuentos en donde usa el terror a modo de grafito untuoso para indagar en temas profundamente realistas. Ganó el primer premio del Fondo Nacional de las Artes y el Concurso de Cuento Haroldo Conti para Jóvenes Narradores.
Desde entonces —con las novelas Distancia de rescate (2014) y Kentukis (2018), y cuatro libros de cuentos— su obra avanza entre reconocimientos internacionales y un público lector siempre en crecimiento. Después de Pájaros en la boca (2009) y Siete casas vacías (2015), en marzo llega El buen mal. Estos seis relatos le agregan densidad a una obra que siempre bucea en profundidades existenciales. Como un gas noble, su estructura externa es inusual. Sintetizados por la autora argentina de 47 años, se hunden para emerger con una oscuridad que ilumina. Y el conjunto, inteligente y efectivo, perturba y deslumbra a la vez, porque despilfarra esquirlas de belleza cruel.
—Este libro es tu regreso al relato. ¿Qué tiene que tener un material para que sea cuento o novela?
—Yo siempre estoy escribiendo cuentos, es mi espacio natural para pensar historias. Las novelas están ahí también, van surgiendo, pero en realidad para mí funciona al revés; es el espacio de la novela el que siento como una excursión excepcional. Cuál va a ser la extensión, qué tan largo o corto va a ser, es una pregunta que el material contesta por sí mismo. Pensarlo de antemano pondría forzar algo que me sale mejor si lo decido sobre la marcha. La extensión no es más que el resultado final, el tiempo que costó contar esa historia particular. Al menos en mi propia escritura me cuesta pensar en términos de género y tomar decisiones distintas porque algo es una novela o un cuento. No los siento tan diferentes.
—Aunque no es del todo exacto, a tu obra se la cataloga en género terror. ¿Por qué creés que sucede?
—Aun siendo consciente de otras tantas etiquetas que a veces se suman y acepto encantada, como “literatura de lo extraño”, “de lo incómodo” o, incluso, en mis primeros libros, “de lo fantástico” y “lo onírico”, yo me considero siempre alguien que escribe desde el realismo. O sea, aclaremos esto ya: ¿Hay algo más artificial en la ficción que la pretensión del realismo? Creo que no hay nada en mis últimos tres libros que no pueda suceder, que quede fuera del orden de lo posible. Habría que pensar un rótulo para todos los que escribimos habitando abiertamente el género de lo insólito, pero somos tan ingenuos, o tanto más abiertos en nuestras percepciones del mundo, que nos autopercibimos realistas. Y supongo que yo podría ser parte de ese club de despistados.
—Si jugáramos a las casillas, ¿cuál dirías que es tu género?
—¿Vale elegir más de una casilla? Pienso en mis autores favoritos y son muy irreverentes con estos límites. A veces se me asocia con el terror, aunque no hay en mis textos nada que pertenezca explícitamente a ese género, quizá sólo sea por un estado de alarma en el que podrían leerse algunas historias. Quizá lo que pasa es que en mis textos suele haber bastante miedo. Pero, ¿por qué enmarcamos el miedo en los géneros de terror, o a veces incluso del fantástico, cuando no hay nada más real, físico y tangible que el miedo? ¿Tanto nos asusta el miedo que necesitamos sacarlo del espacio del realismo?
—Los premios y la cantidad de lectores que tuviste a lo largo de tu carrera no sólo se sostiene, crece. ¿Es una presión o lográs olvidarte a la hora de escribir?
—Lo bueno de todo eso es que, aunque llegan siempre como mimos y reconocimiento, no son cosas que dependan de mí. De hecho, es algo que les pasa a los libros, y repercute sobre todo ahí. Está el problema de las expectativas, eso sí puede apabullar. Pero llega un momento en la escritura en el que estás tan compenetrado con lo que intentás contar, que todo lo demás queda afuera. Te quedás solo, en el mejor de los sentidos. Hay que confiar en ese estado. Algo que aún me cuesta es la exposición, hay algo ahí que sí me incomoda. No tiene tanto que ver con el éxito, sino con una cuestión de cuidado personal, para mí y para los que me rodean. Intento que el mundo de lo privado siga siendo privado. Cuidarse en las redes sociales, tratar, siempre que se pueda, de desaparecer.
—En El buen mal hay algo más íntimo que en tus otros libros. Lo mostrás, incluso, en el apéndice que titulás “Sobre los cuentos”, donde contás de dónde vienen, si pasó en verdad y a quién se refieren. ¿Es un juego de exposición?
—Sería demasiado hablar de exposición, porque lo personal acá es realmente de un modo muy tangencial. Son disparadores nomás, espacios en los que estuve, personajes delineados con algunos otros “personajes” que conocí estos años, ciudades en las que viví. Lo que es realmente personal, y muy íntimo, son determinados sentimientos que fueron marcándome estos años, preguntas, ideas sobre cómo pensar algunas cosas. Ahí sí hay un espejo más fuerte con estas historias. Creo que escribo un poco para sacármelos finalmente de encima, para exorcizarlos. A veces estas historias no son más que puentes entre mi emoción y la emoción del lector. Tengo la idea de que, compartida esta emoción con alguien más, hay algo que se cura en los dos lados.
—¿Qué pensás de la autoficción, que está tan presente ahora?, ¿influye en tu producción actual?
—A la hora de escribir, no es una literatura con la que me sienta conectada, pero como lectora encuentro autores realmente alucinantes. Pienso en Sigrid Nunez, Vivian Gornick, la increíble Dubravka Ugrešić, Theodor Kallifatides. Ojalá pudiera yo escribir como estos monstruos. Tengo una novela con la que lucho hace años, basada en un pasado familiar tan alucinante que aún no encuentro la manera de crear un texto verosímil en la ficción, y ya estoy pensando que quizá no encuentre nunca la forma. Es un género en el que aún no siento que haya logrado zambullirme. Al menos no abiertamente, porque creo que incluso en la ficción más absoluta, uno escribe siempre con su material vital, con sus experiencias e impresiones.
—Has contado muchas veces que tu disparador creativo comienza en una imagen. ¿Cómo fue el proceso para este último libro?
—La primera imagen que apareció es la escena con la que larga el primer cuento, Bienvenida a la comunidad, la de esa mujer que aterriza en el fondo del mar como una astronauta en la luna, por el peso de las piedras que lleva en los bolsillos, y eso tan insólito que sucede a continuación, pero prefiero no adelantar acá. Luego apareció la del caballo desmayado en una calle de Hurlingham, para Un animal fabuloso. Después la de las protagonistas de “La mujer de Atlántida” cruzando el pueblo en la noche, aunque esa escena no terminó en el cuento porque ya no era necesaria, pero de ahí nació toda la historia. En El ojo en la garganta vi a esos padres atravesando el desierto pampeano con la ausencia de su hijo pequeño en el asiento trasero del auto, y la extrañeza, casi el imposible, de que sea el mismo niño el que los esté narrando. ¿Cómo puede un personaje narrar con precisión una escena en la que en realidad no está presente? A veces lo que me pone a escribir no es tanto lo que soy capaz de ver; sí lo que aún no termino de entender del todo.
—Además de buscar tu mesa de trabajo ideal, ¿tenés otros rituales para escribir?
—A pesar de que soy una gran consumidora de otras disciplinas, cuando finalmente conecto con un proyecto y ya estoy en pleno corazón de la escritura, me cierro. Casi que habito sólo mi escritura. Y no me refiero únicamente al cine y a la música, hasta diría incluso que leo menos, o incluso con menos atención, así que no tengo asociaciones fuertes en ese sentido. Cuando el manuscrito empieza a tomar forma y ya logra pararse por sí mismo, ahí me abro un poco más y me importa darlo a leer a algunos lectores a quienes les tengo confianza.
—¿Y en El buen mal cómo fue?
—El resto de las artes, la música, el cine, el teatro, tienen cerca al espectador. Un cantante puede dar su show mirando a su audiencia a la cara. Pero el escritor trabaja solo, y la gran mayoría de las veces, incluso un autor leído por mucha gente, no está nunca la oportunidad, casi mágica, de ver en vivo a alguien circular por su texto. Eso es lo que me da la lectura de alguien de confianza. La oportunidad de entender cómo un lector atraviesa mi texto. Ver, sobre todo. lo que no funciona, o no funciona todavía como yo quisiera. Dónde se tropiezan, dónde se paran a pensar y qué piensan. Le agradezco a Vera Giaconi en este libro en particular, pero nosotras venimos leyéndonos mutuamente desde hace ya doce años. Es mi gran compañera de escritura y siento hacia ella un gran agradecimiento.
—¿Estás con algo nuevo?
—Siguen siempre apareciendo cuentos por acá y por allá. Y estoy también trabajando en un texto un poco más largo, pero muy frágil todavía. Prefiero guardarme los proyectos hasta último momento porque me gusta tener la libertad de poder cambiarlo todo otra vez hasta último momento, y para eso hay que escribir un poco como si uno se estuviera inventando un secreto.