Carpintero de 36 años, panadero de 45. Vecinos que apenas si se tenían de vista. Bahienses, nacidos y criados, Lucas Bruna y Nicolás Alvarez llevan a su Bahía Blanca en el alma. Y desde el viernes se transformaron en héroes anónimos y sin capa que, instintivamente, salieron a dar una mano arriba de una moto de agua y recorrer los barrios para rescatar a sobrevivientes. Hoy, a cuatro días de la inundación, la gente los reconoce, les agradece y los abraza en plena calle.
“El viernes, pasadas las 9 de la mañana veía que la lluvia estaba haciendo estragos y sentía que tenía que hacer algo. Yo estaba en lo de mis viejos, bien, sin inconvenientes, pero estaba inquieto, notaba que la calle era un río y me acordé que un vecino, a una cuadra tenía una moto de agua. ‘Hay que ayudar a la gente con la moto, ir buscarla’, pensé”, recuerda Lucas, que bajo la lluvia golpeó con intensidad la puerta de la casa de Nicolás.
El panadero abrió la puerta que da a la calle anegada y vio al carpintero empapado: “¿Qué pasó?”, le dijo el dueño de casa. “¿Tenés la moto de agua acá? Tendríamos que ir a rescatar a la gente”. Sorprendido pero a la vez estimulado por el hasta ahí “desconocido” vecino, Nicolás reaccionó rápido. “No tengo la mía, pero a dos kilómetros, un amigo puede prestarnos una. La voy a buscar”. Mientras Nico fue por el vehículo en su camioneta, con las dificultades que eso conllevaba, Lucas volvió a su casa a organizar un plan de salvataje.
Casi media hora después, Nicolás volvió con la moto cargada y la bajó a la calle. Lucas salió con un esquema de prioridades: “Hay un geriátrico a tres cuadras, a la vuelta viven otras dos ancianas, en la otra cuadra hay una persona en silla de ruedas, más allá una madre, su hermana y dos menores”. Y así fue que Nicolás se convirtió en el capitán de la nave y Lucas, en el marino, como ellos describen. “Si bien no somos bomberos ni rescatistas, eso lo queremos dejar en claro, los dos tenemos una formación casera de vida náutica y de deportes extremos”.
Nunca habían vivido un fenómeno natural parecido. Tenían miedo, porque se encontraron con una corriente de agua de una fuerza impensada, pero el coraje por dar una mano fue más fuerte. “No importaba que nos cayéramos, nos mojáramos o nos raspáramos. Los dos teníamos en claro que el tesoro a cuidar era la moto de agua, que fácilmente se nos podía escapar y chau… no la agarrábamos más”.
Apenas empezaron a moverse a bordo, empezaron a zigzaguear entre autos, bicicletas, troncos, basura y animales que a toda velocidad deambulaban sin rumbo y podían convertirse en obstáculos peligrosos. “De entrada, el plan sufrió el primer contratiempo”, relata Lucas, pelo largo y barba negra. “Claro, a los cien metros de estar en la moto vemos a un pibe trepado en árbol, llorando, sin fuerzas, empapado y muerto de frío. Se llamaba Lucas”, hace saber Nicolás, pelo corto canoso y barba blanca.

El chico en el árbol de 16 años había sido expulsado de su casa por la fuerza del agua. “Estaba con su abuela, de 90 años, a la que tenía agarrada de la mano hasta que no pudo más y vio cómo la abuela se iba alejando. Lucas, el chico, con una mano se sostenía de una rama y con la otra a su abuela… Nos contaba que mirarla a los ojos, desesperado y sin poder hacer nada, lo tenía muy angustiado”.
El operativo que implementaron los devenidos rescatistas fue llevar a los damnificados a un punto que funcionaba como refugio. “Lucas nos dijo que su mamá y su tía estaban en la casa, atrapadas, entonces yo fui a buscarlas y Nicolás llevó al chico a un lugar seguro. Pude sacar a las señoras de la casa, que estaba totalmente tomada por el agua, y esperamos a Nicolás, que iba y venía llevando a una persona por vez. Hicimos unos 80 viajes”.

Parecen que estuvieran contando una película de esas apocalípticas que vieron la semana pasada. Lucas y Nicolás están en un departamento del barrio La Falda hablando con Clarín. “Siempre estuvimos convencidos de dar una mano, pero nunca imaginamos que nos encontraríamos con un panorama tan luctuoso”.
Hubo una escena que los paralizó un instante, pero sin perder tiempo, tomaron cartas en el asunto. “Vimos a una nena de unos cinco años, en la calle, agarrada a una reja, y unos metros más allá a su papá, que desesperado y con el agua por arriba de la cintura nos rogaba que lleváramos a su pequeña, que se llamaba Keyla, que estaba muy asustada”, describe el cuadro dantesco Lucas. “Yo me la llevé a la nena al refugio y le decía que me abrazara fuerte la cintura. En el camino al lugar donde recibían a las víctimas, mi cabeza era un tsunami, pero trataba de llevarle calma a la pequeña y le decía que al padre lo iría a buscar apenas la deje a salvo a ella”.
El frío de esa mañana del viernes 7 de marzo, los cuerpos mojados y el shock de adrenalina provocaban un combo que traía sus consecuencias. “Tuve un instante de lucidez y decidí quedarme unos minutos en el refugio de evacuación a recuperarme, era como que no tenía reacción, tenía voluntad pero no podía y me sentía frustrado”, grafica Lucas. “Entonces se subió conmigo un bombero, que estaba muy nervioso y al toque se cayó de costado, la moto perdió la vertical, se dio vuelta y caímos los dos. Por suerte la moto no se me fue. Nos acercamos a un árbol, el bombero se quedó ahí y yo me fui al refugio otra vez. Lucas hizo un gran esfuerzo y volvió a subirse”.
Como si fuera un equipo entrenado y aceitado, Nicolás y Lucas surfeaban las aguas céntricas de Bahía Blanca como guardianes atentos a cualquier vida que estuviera en riesgo. “Nos fuimos a una residencia geriátrica de la calle Sarmiento, imaginando que el panorama podía ser catastrófico. Así fue. Nos encontramos con un hogar absolutamente inundado y de ahí pudimos sacar a 27 ancianos. Y vimos que tres estaban muertos”, remarca el panadero.
“Fue agotador pero a la vez gratificante ver que los que sacamos llegaron con vida y siguen con vida. Tené en cuenta que rescatábamos uno a uno, fueron 27 viajes, ida y vuelta del geriátrico al refugio… Por supuesto que había mucho temor en los viejitos, que nos preguntaban si éramos bomberos, rescatistas… Nosotros les decíamos que sí, no había tiempo para debatir. Creo que si algo tuvimos fue empatía, lo que ayudó a que confiaran en nosotros y tuvieran tranquilidad”.
Tanto el panadero como el carpintero están convencidos que “los muertos son muchos más. Calculamos que no menos de doscientos. Yo sólo en mi barrio vi flotando 15, sólo en mi barrio -remarca Nicolás con insistencia-, así que imaginate lo que será el recuento final. Me llama la atención que no lo digan oficialmente y que usen la palabra desaparecido. A mí no me lo contó nadie, lo vi con mis propios ojos. En el geriátrico había otras tres personas fallecidas. Lo que pasa es que en ese momento de búsqueda y rescate, nos focalizamos en los vivos. Es duro decirlo, pero corríamos los cadáveres e íbamos adonde nos llamaban o nos gritaban”.
Lucas es carpintero y vive en un paraje rural cerca de Coronel Dorrego. Llegó a Bahía Blanca para realizar unos trabajos de carpintería pendientes. Nicolás es panadera y sin anestesia dice que perdió todo. “Entré al local y estaba todo tomado por el agua y las maquinas panificadoras totalmente arruinadas por el barro y la basura. Lo perdí todo -repite-. Hoy no me importa, porque tengo a la familia bien, pero supongo que con los días iré dándome cuenta”.
Dicen que su vínculo cambió radicalmente. De ser apenas conocidos, “a un vínculo fuerte surgido en la tragedia”, dice Nicolás. “Es que nos confiamos la vida de uno con la del otro. Nuestra vida dependía del otro, lisa y llanamente. Como puse en un posteo en mis redes, fuimos como suicidas de la moto de agua”, apunta Lucas.
Fueron ocho horas intensas, sin parar y con resultados impensados. “Salvar madres, tías, abuelas, hijos, es muy fuerte, pero nos salió del alma. Por suerte salió bien, tenemos claro que podíamos haber quedado en el camino”.