Lo extraño de las guerras comerciales es que la vida sigue como si nada: la gente madruga, va a sus trabajos, los niños al colegio, y los coches y las bicicletas siguen deslizándose por las carreteras de Pekín. Los efectos son a primera vista imperceptibles. Pero la contienda es ya una realidad en China. Un minuto después del mediodía en la República Popular (las 6.01 de la madrugada en la España peninsular) han entrado en vigor los aranceles adicionales del 84% a la totalidad de las importaciones estadounidenses, cuyo valor supera los 143.000 millones de dólares (130.000 millones de euros).
El golpe es parte de la respuesta de las autoridades chinas a la guerra arancelaria iniciada por el presidente estadounidense, Donald Trump, que el miércoles anunció a su vez un nuevo incremento de los gravámenes a China hasta un insólito 125% a la totalidad de las importaciones del país asiático, que sumaron casi 440.000 millones de dólares (unos 400.000 millones de euros) en 2024. Mientras, ha decretado una tregua parcial de 90 días en la guerra comercial que libra con el resto del planeta. Pekín no ha replicado de momento a este último aguijonazo, pero es previsible que adopte nuevas contramedidas, siguiendo el guion de las últimas semanas.
Con el mundo en vilo y atónito, las dos grandes potencias económicas del planeta, cuyas cadenas de valor están profundamente entrelazadas, se enfrentan así en una colosal batalla comercial de efectos impredecibles sobre ambas naciones y el resto del planeta. Nadie, de momento, parece interesado en pulsar el botón de freno; siguen sin darse los esperados contactos de alto nivel que podrían poner en pausa a la peligrosa escalada de disparos cruzados. El martes, a unas horas de que empezara a funcionar la maquinaria arancelaria estadounidense, Trump había asegurado que “China está desesperada por llegar a un acuerdo” y que esperaba su llamada. Pero no consta ninguna conversación entre el republicano y su homólogo chino, Xi Jinping.
Hasta la fecha, el Gobierno chino ha plantado cara a cada embate de Washington, con una réplica casi especular. El miércoles, solo unas horas después de que entraran en vigor los gravámenes del 104% del país norteamericano a la totalidad de los bienes chinos, Pekín elevó su cañonazo de réplica otro 50% (desde el 34% al 84%), idéntico porcentaje al que había decretado el lunes el republicano como respuesta, a su vez, a las contramedidas previas del gigante asiático.
“La práctica de EE UU de aumentar los aranceles a China es un error sobre otro, que infringe gravemente los derechos e intereses legítimos de China y daña gravemente el sistema multilateral de comercio basado en normas”, justificaba ayer el Gobierno chino su respuesta, teledirigida contra distintos sectores.
Pekín impuso también restricciones a la exportación a 12 compañías estadounidenses por el posible doble uso civil y militar de lo que venden, añadió otras seis a la lista de “entidades no fiables”, y elevó una nueva demanda ante la Organización Mundial del Comercio. Fue, además, más allá de lo comercial al emitir una alerta de “precaución” para los turistas chinos que tengan pensado viajar a Estados Unidos “debido al deterioro de las relaciones económicas y comerciales chino-estadounidenses”. Un signo de que los lazos entre las potencias se agrietan a velocidad de vértigo.
Además, China publicó el miércoles un extenso libro blanco sobre las relaciones comerciales entre ambos países, con el que pretende dar su versión factual de los intercambios. “Si Estados Unidos insiste en seguir intensificando sus restricciones económicas y comerciales, China tiene la voluntad firme y abundantes medios para contrarrestar con determinación y luchar hasta el final”, dijo un portavoz del Ministerio de Comercio al ser interrogado por el volumen, recogía la prensa estatal.
En rondas anteriores, Pekín también ha decretado restricciones a la exportación a Estados Unidos de minerales críticos y tierras raras, elementos clave en la carrera tecnológica, y una de las obsesiones de Trump, que ha mostrado interés por obtenerlos en Ucrania y Groenlandia. Estos recursos, cuya producción domina China, son una de las grandes bazas de Pekín en el intercambio de golpes.