De la belleza al terror: la historia de Sara Millerey, la víctima del asesinato tránsfobo que conmociona a Colombia

De la belleza al terror: la historia de Sara Millerey, la víctima del asesinato tránsfobo que conmociona a Colombia


Sara Millerey quería ser recordada como una mujer trans hermosa. Cuando se iba a dormir le decía a su mamá que era su hora de “reposar belleza”. Inició su transición de género a los 15 años y escogió Millerey como su nombre porque le encantaban las “mirellas”: las brillantinas, la escarcha, lo que iluminara su pelo y ojos. Una de sus amigas recuerda que la conoció en las calles de Bello, municipio aledaño a Medellín, y se veía preciosa bailando coreografías de Britney Spears. Sandra Borja, la mamá de Sara, quisiera recordar a su única hija así, como la niña más bella de Bello, muy amorosa con su madre. Si pudiera, cuenta, borraría de su mente la imagen por la que Colombia conoció a su hija de 32 años el fin de semana pasado: un video, de 28 segundos, en el que aparece ahogándose en una quebrada sucia, sin posibilidad de nadar porque alguien le había fracturado sus piernas, brazos y manos. “Ahora me voy a quedar con esas imágenes toda la vida”, dice entre lágrimas. “Me la mataron por ser ella”.

Colombia ha estado conmocionada con la crueldad que expone ese video en el que Sara intenta mover su cuerpo roto para buscar aire. El presidente Gustavo Petro ha pedido a las autoridades investigar el caso con urgencia, y en varias ciudades se han hecho eventos para denunciar la transfobia. En el primer trimestre de este año el odio ha asesinado a 13 personas trans. Sebas Zitrus, quien se identifica como persona no binaria y es codirector de la mesa ciudadana para la población LGBT en Bello, cuenta que el de Sara es el tercer asesinato este año contra la población diversa del municipio; los primeros fueron contra dos hombres gay. “Hubo mucha sevicia en el caso de Sara”, dice. “La población está dolida, indignada, nos ha movilizado mucho en el país, pero también hay mucho miedo. En nuestras familias hoy nos preguntan: ¿Y si luego fuera usted?”

Sandra, la madre

Sandra, de 47 años, recuerda que fue casi a las tres de la tarde del viernes 4 de abril cuando una hermana llamó a contarle que Sara se estaba ahogando. Corrió al barrio de Playa Rica, donde una quebrada pasa en medio de casas pobres de ladrillo, atiborradas unas entre otras. En las ventanas, y en un pequeño puente, había un “tumulto de gente” que filmaba, con sus celulares, a su hija que se ahogaba. “Mi primera reacción fue tirarme al río”, recuerda. La multitud le impidió hacerlo, pues la corriente era fuerte, y dos vecinos se lanzaron. “Yo le gritaba: ‘¡Amor amor, agárrese fuerte, agárrese de esa rama!”. Recuerda que Sara la miraba a los ojos desde lejos. La sacaron de la quebrada con hipotermia, los bomberos intentaron estabilizarla, y una ambulancia la llevó a una clínica en el centro de Bello. Sandra y una tía de Sara denuncian que allí las enfermeras la catalogaron en el triaje para el código tres, el de menor urgencia. “Dijeron que porque no llegó abaleada. Por Dios, si su cuerpo estaba roto por todas partes”, recuerda la tía.

“¿Quién la arrojó ahí?”, le preguntó Sandra a su hija. “Ella solo me miraba y me decía ‘mamá, dame agua, mamá, tengo mucha sed”, recuerda. Los médicos le decían que no podía tomar líquidos antes de los exámenes. “Mamita, me voy a morir”, le dijo Sara. “Claro que no mi amor”, respondía Sandra. Pero un pulmón estaba perforado y Sara tuvo un paro cardiaco en la madrugada. En la mañana del sábado ya estaba entubada. Sandra empezó a entender lo inevitable. Le pidió perdón por sus errores, le perdonó los de ella. Sara Millerey González Borja murió el sábado 5 de abril, a las tres de la tarde, tras un segundo paro cardiaco. Su madre fue la última persona en verla.

“Me arrodillé en su cama, la abrazaba, le daba picos, le decía que la amaba mucho. Le dije que se fuera donde Dios, porque en el cielo nadie me la va a humillar ni discriminar por ser ella”. Recordó que su hija le pidió un día que, si fallecía, la vistiera de blanco. Entonces salió a comprar una sudadera blanca nueva, unos pendientes con perlas y una corona de hojas rosáceas. Pero el cuerpo de su hija estaba tan deteriorado que los servicios funerarios pidieron no vestirla sino despedirse de ella en un ataúd cerrado. Nadie pudo ver a Sara como ella quería, hermosa y de blanco, en su velorio.

A la misa de entierro, el martes 8 de abril, llegaron decenas de vecinos de Bello. “Queremos pedir que se haga justicia, esto no puede pasar por alto, hoy fue ella y mañana puede ser cualquiera”, dijo un tío de Sara en el altar. Funcionarios de la Alcaldía fueron criticados por no usar el nombre de Sara Millerey en sus comunicaciones, sino uno masculino. No pasó así con el sacerdote que lideró la misa. Sara Millerey se sentía mujer, dijo el padre, “como cualquier mujer. ¿Qué le quitaba el mundo? ¿Qué le arruinaba al mundo? ¿Qué cambiaba en el mundo? Miren, muchos de aquí viven así, y con miedo, porque acá hay mucho homofóbico”. Sandra, la madre, cuenta que se le infló el corazón con las palabras del cura, quien le pidió a Dios, en su sermón, “que el dolor de Sara llegue hasta este momento”.

Ginna, la amiga

Ginna, una mujer trans de 38 años, pide no dar su nombre real. El asesinato de Sara la ha llenado de pánico. Cuando una conocida le envió el video, el domingo 6 de abril, recuerda entrar en shock y llorar, por horas, al ver el cuerpo quebrado de su amiga. Perdió el apetito, está tomando pastillas para poder dormir, no quiere salir a la calle. Ellas compartieron novios, desamores, fiestas, consejos. Miró el video varias veces: “sé que es muy amarillista, pero si no hubiera sido viral, la gente no hubiera sabido todo lo que nos sucede realmente: cosas así pasan a cada rato con las maricas, que nos dan unas ‘pelas’ que son pa’ no pararse”. Guarda en su celular otro video de Sara, en el que se le ve cantando y bailando una canción de Amanda Miguel: “No quiero flores cuando muera, las quiero ahora en mi jardín”. Así prefiere recordarla.

Retrato de Sara Millerey.Foto: SANTIAGO MESA

Ginna no descarta que algún tipo de “limpieza social” esté detrás del asesinato de Sara —en la guerra colombiana ha habido varios momentos en los que grupos armados se han ensañado con la población diversa—. Y en Playa Rica hay muchos “combos”, como se les dice a las pandillas. Ginna es trabajadora sexual, como lo fue Sara desde sus 17 años. Cuenta que su amiga tuvo desde entonces una difícil adicción a las drogas, que la llevó a ser habitante de calle en varios periodos. Dice que no sabe si la mataron por ser una mujer trans, por mendigar, por su adicción, o por ser trabajadora sexual. Todo esto la hacía particularmente vulnerable.

“Algo raro está pasando. Ahora me da miedo atender clientes”, cuenta Ginna. “Después de lo que le pasó a Sara, me han escrito al WhatsApp más de 30 hombres para que los atienda, y me parece sospechoso, porque en estos días son fríos en el puteo. Yo soy una trans muy visible, y ahorita soy de las que más se tiene que cuidar”. Dice que no ha recibido amenazas, pero sí otras compañeras, por WhatsApp y por redes sociales: “les dicen ‘cuídense maricas hijueputas, ya vieron lo que le pasó al otro cacorro y eso mismo les va a pasar a todas”. Ginna prefiere trabajar estos días como Webcammer: si los asesinos querían asustarlas, lo lograron.

Para Ginna hay algo extraño en el asesinato de su amiga: fue a plena luz del día, cuando usualmente a las trans asesinadas “les ponen trampas para que lleguen a lugares privados, o las montan en carros y les hacen de todo donde nadie vea”. Hace dos años, por ejemplo, varios hombres gay fueron invitados a cuartos de hotel a través de la aplicación Grindr, para ser asesinados. Ginna recuerda que a Luna, habitante de calle y amiga de Sara, la mataron a puñaladas una noche, en la calle, cuando dormía. Algo parecido pasó con La Juana y La Tita, asesinadas en su casa. A La Javi la mataron en una peluquería. Hace 8 años fue Susana Fonnegra, en un parque de madrugada. Son múltiples casos en la impunidad. “A Sara no solo es que la asesinaron, sino que querían mostrarle a todo el mundo lo que hicieron, no querían esconder su crueldad”, dice Ginna.

Otra cosa le impresiona: varios vecinos de Playa Rica vieron a los culpables. “Supe que mucha gente intentó ayudar a Sara cuando la estaban golpeando, los vecinos gritaban para que pararan. Pero los hombres les respondieron que, el que se metiera, también le daban. Se la fueron llevando a la quebrada. Ella quería huir pero ellos iban detrás, pegándole. Hasta que la botaron al agua”, dice. La policía ha estado interrogando a los habitantes del barrio, según pudo confirmar EL PAÍS con uno de los vecinos, pero no ha detenido a nadie. Aunque las autoridades han ofrecido una recompensa de 100 millones de pesos (unos 23.000 dólares) por información sobre los victimarios, si los vecinos tienen miedo de los combos, como sospecha Ginna, es probable que prefieran el silencio.

Sara, la autora

Sara Millerey escribió su propia historia. La tituló Mi autoría y se la compartió a su mamá en varios cuadernos que Sandra quiere publicar. En esas páginas, Sara cuenta ahí que su padre maltrataba a su madre. “No me quería” porque “era demasiado femenina y mis delicadezas me hacían ver la vida como bebita y no como bebito”, escribe. Entonces, “mi mamá lo dejó”, y la cuidó con ayuda de una de sus abuelas. En su adolescencia, Sara tenía claro que ella se veía “como una mujer”, y alguna vez se escapó de casa para poder participar en un reinado, de sus amigas “las maricas”, donde sería coronada por ser la más bella.

Sara era muy religiosa. En esas memorias, cuenta que sus principios “siempre estaban con Jesucristo”, y que la primera vez que se enamoró fue de un cura. Se lo confesó. “Me excomulgaron, y ya no me permitían participar en las misas”, dice. Explica que se alejó de la iglesia católica, pero no de su fe en Cristo: “me conformaba sintiendo su presencia siempre”. Sara guardaba un cuaderno con “oraciones, rituales y hechizos”, en el que inventó un rezo para varios santos y para su mascota, el perro Nicolás. “Que jamás lo maltraten, y ni mucho menos sea golpeado”, pide. “Yo, Sara Millerey González Borja, afirmo que lo amo y acepto como un miembro más de mi familia”. Otro de sus rezos se titula Oración para romper adicciones. En él, le dice a Jesús que él la conoce bien, con “mis vicios, mi adicción”, y le pide liberarla de “aquello que turba mi vida”. Hace unos cinco años, cuenta Ginna, Sara se enamoró y redujo su consumo de drogas. Empezó a vender dulces y decidió volver a estudiar bachillerato. En 2019 se graduó. Sandra le decía a su hija que estudiara Peluquería, ya que le gustaba tanto la belleza.

La muerte está muy presente en los escritos de Sara. En una página pide “mil gracias señor por darme un año más de vida”, en otra cuenta que “ha pasado muchos miedos y asechos”. Ruega por que nada le suceda: “preocupada grandemente por pasarme algo malo”, “que sean defraudados y humillados los que desean mi muerte”, “sea para mi el valor para vencer los muchos y demasiados peligros terrenales que me rodean”. No identifica quién la amenaza, ni hay fechas que indiquen cuándo escribió cada palabra. Pero pide recurrentemente por su vida. “Aleja de mi señor toda maldad, toda mala actitud y toda mala acción, toda idea en contra mi, sobre todo el hecho de violencia que me dañe o me deje sin vida”, escribe. “Si alguna vez se suceda, acompáñame con tu preciosa luz”. Termina uno de esos ruegos con un beso pintado en labial rosa, y otro con un “Amén, amén, amén”.