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Cuando Yásnaya Elena Aguilar Gil trata de poner en palabras lo que significa la apropiación cultural indebida, alude a una metáfora ruda. “Supongamos que estoy queriendo matar a alguien, porque me molesta su existencia, qué sé yo, estoy intentando que desaparezca. Y, al mismo tiempo, me doy cuenta de que trae un adorno en el pelo que me gusta mucho y lo agarro, pero sin dejar de ahorcarlo”. Para la lingüista mexicana, tomar ese elemento y enriquecer con él el capital simbólico de uno es tan peligroso como la propia intención de aniquilar otra cultura. “La apropiación cultural indebida es la continuación de la opresión de los pueblos indígenas”, zanja.
Ni ella ni David Hernández, líder wayuú, niegan que el intercambio cultural ha existido siempre. En la comida, las técnicas de costuras, la iconografía en los tatuajes… Las culturas son el resultado de muchas mezclas y aprendizajes entre iguales. Sin embargo, la línea que divide este intercambio y la apropiación cultural la dibujan las relaciones de poder. Para la reconocida investigadora mexicana, no puede existir la colaboración entre un pueblo oprimido y su opresor.
Identificar la apropiación cultural es una tarea compleja a la que se han dedicado desde la antropología a los colectivos de derechos humanos. Sin embargo, esta práctica, que antiguamente se presentaba de manera soez y descarada, cada vez toma matices que complejizan su asociación. “No es lo mismo que lo haga una empresa a que lo hagan personas con buenas intenciones. Son fronteras más sutiles”, matiza Aguilar. “Ahora se habla más del fenómeno…. Se denuncia muchísimo, pero sigue sucediendo”.
Para David Hernández, miembro del Colectivo Tatuando con Espinas, estas fronteras más difuminadas no suavizan el daño. Así lo explicó en el evento que organizó en Bogotá, en marzo pasado, Asho’ojushi: ancestralidad en la piel. Tatuajes y marcas de los pueblos indígenas. En el encuentro, que contó con la participación de una veintena de líderes indígenas de varios países del continente, como Brasil, Colombia y Canadá, se compartieron reivindicaciones, exigencias y muchas preguntas. El debate, liderado por tatuadores de diferentes pueblos, cuestionó el rol de la sociedad y la mirada a los pueblos.
Las respuestas sobre qué significan para ellos los tatuajes pasan por el concepto de la memoria, la búsqueda del agua, o la pertenencia con el territorio. Michel Guetio, de la comunidad Nasa, de Colombia, contaba cómo una de las mayoras de su comunidad le explicaba que sus tatuajes englobaban unos 7.000 símbolos, de los que él mismo apenas conocía 150. “Tienes que seguir caminando y aprendiendo”, le recomendó. Kunaq Tahbone, por su parte, hablaba del poder que tienen los puntos en los tatuajes del pueblo Inupiaq, en Alaska. “Se suelen tatuar en las articulaciones para aliviar dolores físicos y espirituales y energía negativa”. La práctica del tatuaje fue relegada durante décadas a causa de la propia discriminación a los indígenas. Tahbone explicaba que, si bien hubo varios tatuadores no indígenas que trataron de revivirlo, su función hoy en día no tiene razón de ser. “Les agradecemos lo que hicieron, pero el rol de estas culturas dominantes también es saber dar un paso atrás”.

Los ejemplos de apropiación cultural indebida son infinitos y están a la orden del día: desde la infinidad de tatuajes polinesios, la crítica del uso de símbolos gitanos por parte de la cantante Rosalía o de motivos del pueblo guna, de Panamá y Colombia, en unas zapatillas Nike, que finalmente la marca retiró. También estuvieron las críticas en México a la firma Carolina Herrera por usar elementos típicos de algunos de sus pueblos: animales bordados como los de Tenango de Doria (Hidalgo); el colorido patrón horizontal del sarape de Saltillo (Coahuila), o bordados de flores como los que usan las mujeres oaxaqueñas del Istmo de Tehuantepec…
En estos últimos casos, apenas cabe la duda porque la frontera no es tan difusa para los expertos cuando hay lucro involucrado. “La mercantilización de algunos de los aspectos culturales nuestros es extractivista”, explica Hernández. Ambos enfatizan en la palabra “algunos”. “Porque la cultura política o asamblearia, esa sí no está siendo apropiada. Ocurre sólo con ciertos elementos, textiles o iconográficos que pueden volverse mercancía”, añade Aguilar.

¿Quién es el guardián de las culturas indígenas?
Esa pregunta retumba en las cabezas del cineasta colombiano y la lingüista mexicana. Aguilar lamenta que los marcos legales -cuando los hay- sean nacionales, cuando las empresas que mercantilizan los tejidos o la iconografía indígena en el mundo son transnacionales. Y añade: “No sé si el mismo marco legal que ha despojado a los pueblos de derechos sea el más adecuado para proteger ahora nuestras culturas. Aunque hay muy buenas intenciones, en los hechos, las leyes que existen no tienen colmillos, no muerden. Me preocupa que el guardián sea el Estado mexicano, o los estados, que han sido los principales apropiadores a lo largo de la historia”.
Ser una persona blanca y llevar rastas o trenzas; cargar o no una mochila wayúu o vestir con huipiles… Preguntados por la responsabilidad del consumidor, las opiniones son muy diversas, pero todas pasan por la necesidad de que el consumo sea un acto político y, como tal, el resultado de muchas preguntas. ¿Quién lo diseñó? ¿Qué significa para la cultura a la que pertenece? ¿Por qué me pondría yo esto? ¿Qué relación me une a mí con este pueblo? Más allá de eso, Aguilar reconoce que no le importa mucho educar al consumidor, ya que, narra, en muchas ocasiones estos gestos de personas no indígenas son justificadas por ellos mismos como un homenaje a sus raíces y al mestizaje. “Me interesa más que las respuestas sean colectivas, mujeres que tejan juntas un discurso organizado. Eso es lo que me interesa de verdad, cómo trabajamos juntos en mantener lo nuestro”.