Vargas Llosa, el escritor que debatió con el mundo | Cultura

Vargas Llosa, el escritor que debatió con el mundo | Cultura


“Para poder escribir novelas yo he necesitado siempre tener un pie en la actualidad”, nos dijo Mario Vargas Llosa en su última entrevista con EL PAÍS el mismo día que publicó su última columna en el periódico. Llegó a estas páginas el 2 de diciembre de 1990 y se despidió de sus lectores el 17 de diciembre de 2023. Desde el principio, su tribuna se tituló Piedra de toque “porque era la piedra que servía para medir la pureza y el valor de los metales” y le pareció una metáfora perfecta para “medir, o sea, encontrar, la verdad en el mundo que nos rodea”.

En ese empeño pasó 33 años escribiendo regularmente en el periódico, debatiendo consigo mismo y con el mundo sobre todos los asuntos contemporáneos, hasta componer una obra periodística a la altura exacta del novelista inmenso que fue. A lo largo de este tiempo lo hemos ido viendo afirmarse, dudar o cambiar; comentar con la curiosidad intacta los sucesos de la actualidad “sometiéndome a la criba de la razón y cotejándolo con mis convicciones, dudas y confusiones”; ofrecerse como ejemplo del hombre y el intelectual que se hace cargo de la complejidad del mundo y no le tiene miedo a los dogmas ni a la controversia que provocó su evolución ideológica.

Siempre es mejor leer a Vargas que leer sobre Vargas porque, además, ha sido un columnista transparente que se ha arrojado con pasión y criterio propio y libérrimo sobre todos los charcos que la humanidad ha pisado en su tiempo de vida. Con mirada larga y profunda, lejos de las mezquindades que también las grandes figuras pueden llegar a incubar. Su último artículo publicado aquí era una declaración de amor al periodismo que sirve a la sociedad, buscando los hechos veraces y de respeto a EL PAÍS por distinguir los hechos de las opiniones y alojar posiciones discrepantes con su línea editorial. Al privilegio de haber disfrutado de su prosa dominical tanto tiempo, sumó la despedida generosa y elegante que sellaba tres décadas de compromiso mutuo.

En los artículos, en los breves intercambios epistolares que hemos mantenido en estos cuatro años, en la conversación cara a cara, o en un acto público de hace mucho tiempo y que recuerdo especialmente porque ninguno de los notables liberales españoles convocados a aquel evento que me tocó moderar podía seguir, ni de lejos, al Nobel en su conocimiento de Hayek, Popper, Raymond Aron o Isaiah Berlin, pude nunca olvidarme del novelista Mario Vargas Llosa.

Como para tantos españoles de mi generación, el boom latinoamericano llegó a mi vida con Cien años de Soledad, tan pronto como el verano de mis 14 años. Ocurrió en una casa en el campo donde, cuando terminaba el colegio, acabábamos todos los niños de la familia. Durante unos días no hubo piscina, ni bicicleta, ni juegos con mis primos, ni nada más que aquella locura de libro, aquel deslumbramiento que era como un fogonazo que te ata y te libera. He contado muchas veces que el placer del verano quedó asociado para siempre en mi vida a la penumbra de una habitación sin más luz que una ventana ligeramente abierta para poder leer, pero necesariamente entornada para protegerme del calor del sur.

García Márquez abrió la puerta y por ella entró el resto, primero La ciudad y los perros, y detrás todos los demás y todo Vargas Llosa, incluido otro verano, muchos años después, amurallada en otra habitación en penumbra con La fiesta del chivo entre las manos, sin pisar la playa durante días, con el mismo furor adolescente. Un deslumbramiento literario sostenido es como un enamoramiento en su primera fase, una pasión impermeable a la rutina, a las discrepancias, al paso del tiempo y a la ausencia.