La experiencia vital de Gustav Theodor Fechner (1801-1887) resulta apasionante, sobre todo en lo que respecta a lo sucedido cuando recuperó la vista en el otoño de 1843, después de haber estado varios años sin ella. La causa de su ceguera fue la exposición prolongada a la luz solar.
El “milagro” de la recuperación de la vista vino acompañado por el espejeo y resplandor que, según él, brotaba del interior de las flores; un fulgor que identificó sin reparos con el alma de las plantas. Fue entonces cuando no tuvo dudas en aplicar su saber científico a la relación de la materia con el mundo animista. Para Fechner no existía materia sin espíritu que la animase; un espíritu al que él mismo tuvo acceso en un arrebato de suerte. Desde ese momento supo que cada una de las plantas del reino vegetal posee su propia consciencia. Pero no hay que confundirse, las plantas no poseen neuronas ni sistema nervioso, tal y como señala Paco Calvo —Catedrático de Filosofía de la Ciencia— en la introducción que hace al libro de Fechner titulado Nanna o el alma de las plantas, recientemente publicado por Atalanta.
Lejos de llevarnos por el camino fantasioso, y centrando su estudio en el conocimiento científico, Fechner nos seduce en cada capítulo con sus hallazgos; la manera de entrar al detalle y la curiosidad que desprende en sus análisis convierten este ensayo en un tratado vital para todas aquellas personas que gusten del encuentro con el mundo mágico de las plantas. Sin traspasar las fronteras del campo de la biología, pero rozando los límites de la materia, Fechner nos descubre el mundo vegetal al que cantó Goethe, y nos lo presenta en vivo, a sabiendas de que “en la naturaleza, el fin determina los medios y los diversos medios están asociados a diferentes sensaciones según sea el fin al que estén destinados”.
Merece una especial mención el capítulo donde expone las diferencias y los parecidos entre animales y plantas. Porque, de igual manera que no hay dos plantas iguales de la misma especie, los animales de la misma especie son iguales en cuanto a sus atributos y no cambian de forma cuando crecen, simplemente se agrandan. Y mientras en el reino vegetal las hojas de un árbol envejecen y caen para brotar en primavera, el organismo animal envejece de forma definitiva.
Siguiendo con el crecimiento de las plantas, a diferencia del reino animal, las plantas crecen en espiral, dejando así la forma siempre inacabada, sensible a dinamizarse, pues las plantas nunca paran de crecer, al contrario de los animales que crecen siguiendo formas cerradas. Con todo, las analogías entre ambos reinos, se encuentran en el estado fetal, cuando la planta aún está dentro de la semilla, alimentándose de la planta madre, de la misma manera que ocurre cuando el óvulo empieza a desarrollarse.
La sensibilidad de la planta y la del feto dan comienzo al entrar en contacto con el espejeo de la primera luz, y esto último Fechner lo vivió dos veces en su vida. Una primera cuando nació y la segunda cuando el fulgor de la luz que emanaba de las plantas le arrancó la ceguera y le devolvió la vista. Por esto y más, el libro de Fechner resulta una lectura apasionante para recibir la primavera.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.