En López López (Fiordo), el escritor, guionista y traductor Tomás Downey (Buenos Aires, 1984) explora sinuosidades. Por ejemplo, todavía hoy, en Alemania, un grupo de personas busca descifrar de quiénes son los restos óseos que se amontonan en fosas comunes desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
El Volksbund está integrado por profesionales de distintas disciplinas que analizan huesos y libretas personales, restos de uniformes y ojos de vidrio, pipas y peines, para saber algo de esos individuos perdidos en la catástrofe humanitaria forzada por Adolph Hitler y el Tercer Reich.
La guerra, entre otras cosas, aliena y borra. En la locura de la carnicería, mejor no recordar quién es uno y por qué está ahí. Y en la urgencia de la retirada, el tiempo no alcanza para funerales.
Existencia y supervivencia
En el contexto de la guerra es difícil establecer qué distingue a un individuo de otro. La institución militar despersonaliza, las subjetividades quedan fundidas en la causa común y la retracción a la condición básica de existencia y supervivencia.
Apenas hay señas: una placa identificatoria, un número, un pelotón o un rango donde ubicarse dentro de la masa en pie de combate. ¿Pero qué cosas quedan de uno en esa homogeneidad belicosa, una máquina de destrucción que en el siglo XXI sigue tan activa como siempre?
En su primera novela (Tomás Downey ya publicó los libros de cuentos Acá el tiempo es otra cosa, Flores que se abren de noche y El lugar donde mueren los pájaros), dos ejércitos se disputan un pequeño territorio. López, su protagonista, es un soldado a punto de ser fusilado que salva el pellejo por milagro.
En su huida, aturdido por el shock de un ataque sorpresivo, asume la identidad de su yo espejado: otro López, pero del bando contrario, que cumple las funciones de correo. A partir de allí, asumiendo el lugar de su doppelgänger, López rehace su biografía al tiempo que se interna en una aventura de supervivencia que lo convertirá en héroe involuntario.
Un héroe del bando enemigo, al cual se integra en una mezcla de instinto de supervivencia y convicción vital, ayudado por un nuevo amor y fidelidades para con quienes, como él, solo buscan seguir con vida.
A diferencia de Don Draper, el personaje de Mad Men que usurpa la vida de un militar de mayor rango en la Guerra de Corea para darse una nueva vida ocultando su pasado, López actúa a tientas, siguiendo las chances que le ofrece su buena fortuna.
Con la anuencia inocente de sus nuevos compañeros, López supera el síndrome del impostor y se gana un lugar entre las fuerzas enemigas con encanto y arrojo. ¿De dónde salen las habilidades que no creía tener, pero que le valen el respeto de los demás? ¿Por qué, pese a que no existen pruebas de que además de nombre compartan aspecto físico, nadie descubre que no es López sino un extraño?
El narrador no se detiene en estas preguntas, como si la desambiguación de López no fuera posible: nada sabemos de aquel que dejó su uniforme y el saco de correspondencia, es un vacío sobre el que su protagonista avanza como una sombra que acapara ambas biografías.
En la confusión y el aturdimiento de la guerra, en el absurdo de sus razones –en la guerra inventada por Downey los bandos se distinguen solo por colores, como si no hubiera otras diferencias que las superficiales y el hambre de poder–, López llega a comandar un pelotón y a cumplir funciones clave en lo que parece una victoria segura sobre aquellos en los que antes se enrolaba.
Atrás parece haber quedado María, la mujer con la que prometió reunirse una vez terminada la guerra. En su lugar ha aparecido Maira: una enfermera de su nueva patria, el puntal de la nueva biografía que ha ido creando con memorias inventadas. María y Maira simbolizan dos realidades que se oponen pero conviven.
Realidades paralelas
Como en el universo lyncheano, las personas se desintegran en el tiempo y el espacio, su presencia se superpone en realidades paralelas que funcionan como sueños o pesadillas. López, que como el protagonista de Carretera perdida (1997) es un condenado a muerte que sobrevive en la vida de otro, transcurre en esa zona de frontera, que Downey no describe pero sugiere con pequeños elementos compartidos.
Como los nombre propios: simulaciones de singularidad que, sin embargo, son intercambiables. Tal vez López los esté confundiendo, en lo que a veces parece la alucinación de una mente trastocada por el estrés postraumático.
El reencuentro de las dos biografías no puede ser sino confrontativo, y Downey lo determina con un inesperado sentido de justicia. El choque es frontal y todo aquello que López se ha creado para sí cae como un castillo de naipes, soplado por el viento de un pasado del que nunca logró escapar. Vencido, el protagonista depone las armas de su renacimiento y su destino de condenado vuelve como resolución inescapable.
El autor, que en su cuentística mostró su habilidad para el terror y el suspenso, sorprende aquí con su sentido del ritmo para la acción y la aventura, con el control de la trama y con un registro donde lo inverosímil y lo fantástico se manifiestan como lo hace la casualidad en el orden de lo cotidiano: con la fuerza de lo inexplicable y la potencia de lo fatal.
Porque al fin y al cabo, vida e identidad están constituidas en un frágil equilibrio, acaso en una ilusión de unidad que está siempre a punto de deshacerse. Y que baila en el límite que hay entre los fusiles con carga de salva y los munidos con plomo.
López López, de Tomás Downey (Fiordo).