La nueva historia de Marcelo Birmajer: El conferenciante

La nueva historia de Marcelo Birmajer: El conferenciante

¿Qué estaba yo haciendo en el MIT, de la Universidad de Massachusetts? Era un curso sobre la recién aparecida Internet. Milagrosamente, me habían invitado junto a otros periodistas, escritores, diletantes.

Repentinamente, un participante levantó la mano, le asignaron la palabra, y preguntó en español, una suerte de porteño con acento castizo, no logré deducir si impostado o espontáneo. Preguntar no es el verbo adecuado, aunque eso era lo que habían propuesto los organizadores. Yo no podía girar para ver de quién se trataba, pero eran las primeras frases que comprendía completas desde que se había iniciado aquella peregrina clase, casi una hora y media atrás.

El participante, en lugar de preguntar, nos anticipó que el mercado del rábano alcanzaría su máximo exponencial en un lustro: la tecnología relativa crecía, desprevenidamente, más de lo que los productores podían anticipar. Apostar con acciones a ese plantío o vegetal -no recuerdo el término exacto que utilizó-, redundaría en una inmediata prosperidad, individual o colectiva, para los inversores. Sí recuerdo perfectamente que se refirió al rábano, y no al palmito, o a la soja. No lo hubiera registrado con tanta precisión de no haberse referido a esa hortaliza -esto sí lo googleé-, debido que “rábano” se utilizaba, durante toda mi infancia y hasta mi adultez, para referirse a algo que no resultaba de mayor interés. En este caso, a un tópico sin relación con lo expuesto.

Podría haber habido alguna confluencia entre el rábano y el comercio virtual, o los alcances de Internet en cuanto a la divulgación del conocimiento. Pero por entonces ninguno de estos dos aspectos subían a la palestra en esa clase a la que habíamos sido generosamente invitados, y tanto el orador como los asistentes quedaron igual de desconcertados que yo. Literalmente demudados. Nadie le respondió, y se pasó a la siguiente pregunta.

Pasaron las décadas, ya no me acuerdo cuántas. Siempre son más los años que tengo que los que pasaron. Mis sesenta son como los ochenta de hace diez años.

Diez años atrás precisamente, en un cumpleaños de sesenta de alguien que curiosamente los cumplió antes que yo, una cuarentona, reciente novia de un invitado, comentó en medio de su ensalada de rúcula que, durante una reunión para dueñas de gimnasios de Pilates, un comedido había levantado la mano para enunciar sus opiniones sobre el mercado del rábano.

Yo primero había puesto mi atención en especular sobre el comienzo de esa pareja; pero ipso facto me quité media empanada de la boca y gritando, sin atender a la grosería y el ridículo propios, exclamé:

Como entre farfullé y escupí, nadie me prestó demasiada atención. Pero me marché a casa reflexionando acerca de cómo podía haberse repetido semejante contubernio entre temas y participantes, en el transcurso de apenas sesenta años de vida.

Pasaron diez años, como dije. Todos nos acercamos ineludiblemente a cumplir sesenta, como diez años atrás los había cumplido aquella primera víctima sacrificial. Los sesenta son como la carrera de la liebre y la tortuga: llegan mientras uno se quedó dormido. Mi amigo Sin Ju me invitó a su fiesta de 60 en el karaoke de la avenida Cobo, de su propiedad. Debo confesar que el karaoke es uno de los pocos saraos sociales de los que puedo participar sin excesivo pudor. Canto Julio Iglesias y Dyango, las canciones más fáciles. No te digo un Michael Jackson, pero con el cancionero latino me llevo. Honrosamente, yo era uno de los pocos occidentales invitados. La amistad entre el hebreo y el asiático se había tejido a lo largo de los años, en una intersección entre mi viaje a Seúl y su interés por el Medio Oriente.

Repentinamente apareció otra pareja de blancos caucásicos, ella de unos resonantes cincuenta -cabellera platina, cuerpo escultural-, él de unos 70 muy bien llevados. ¿De dónde la conocía yo a ella? No atiné a recordarlo hasta que lo escuché hablar. El acento castizo nublando un porteño clásico. Sin Ju me lo señaló y definió, antes de que yo pudiera anticiparme con una etiqueta similar:

Mientras la resplandeciente pareja se marchaba, Sin Ju detallaba que el rey del rábano distribuía la hortaliza por toda la avenida Cobo, era responsable del maravilloso catering de buñuelos de rábano picante que disfrutábamos, y exportador al mundo y el universo del rábano como integrante preferente de la dieta veggi y asiática por partes iguales.

La mujer, recién entonces deduje, era la no menos llamativa cuarentona que diez años atrás, en aquella otra fiesta de sesenta, había contado abrumada la irrupción del rey del rábano en la charla de Pilates. Pronto descubrí que el rey del rábano continuaba incursionando en conferencias de otras lides.

En rigor, Sin Ju, como el maestro Po de Kung Fú, conocía el secreto de aquel emprendedor. Era un conferenciante oculto: asistía a paneles, presentaciones de libros, clases magistrales, debates políticos, incluso asambleas sindicales, para emitir siempre el mismo discurso sobre el rábano. Se las agenciaba para participar de la reunión que fuera, incluso de consorcio. A mí tendrían que haberme engrillado para que participara alguna vez de la conversación sobre la caldera común o las pérdidas de la azotea. El rey del rábano asistía deliberadamente.

-Logró llevar el rábano a su máximo rendimiento – comenté-. Debe estar satisfecho.

-En absoluto -replicó Sin Ju-. El rábano es solo una excusa. Su verdadera motivación es hablar en público. Pero nunca encontró el modo de que lo inviten a formar parte de un panel. Es de los más acaudalados exportadores de hortalizas, tiene esa novia infernal. Pero no se da por vencido: su próxima parada, como todos los años, será la feria del libro. Su vocación es la irrupción destacada entre el público asistente, el discurso, la proclama. No ceja en su impulso.

Pensé en preguntar algo más, pero comenzó a sonar Me olvidé de vivir. Sin Ju, obligado, me pasó el micrófono, y cedí a mi vocación, impudorosamente, como el rey del rábano.