Mark Carney, el hombre tranquilo | Internacional

Mark Carney, el hombre tranquilo | Internacional

A Mark Carney (Fort Smith, 60 años) se le podría aplicar el título del clásico de John Ford El hombre tranquilo. Ni durante su mandato como gobernador del Banco de Canadá de 2008 a 2013, en plena crisis financiera, ni al frente del Banco de Inglaterra en tiempos del Brexit, entre 2013 y 2020, experimentó turbaciones, al menos aparentes, y gestionó con discreción esas dos grandes grietas sistémicas. Pero ni en lo más convulso de ambas crisis pudo imaginar la tarea que le tenía reservado el destino: defender a su país del matonismo del presidente de EE UU, que quiere doblegar a Canadá con aranceles y amenazas de anexión para añadir una 51ª estrella a su bandera.

Quien dice un hombre tranquilo, dice también un hombre fuerte, como el eslogan de su partido: Canadá fuerte. Esa solidez revestida de aplomo apuntala en un momento crítico a este economista prestigioso, con experiencia política sucinta —fue nombrado por Justin Trudeau, a quien terminó sustituyendo, consejero especial del Partido Liberal— y una determinación tan firme como suave: un hombre sin complejos —ni siquiera el de su deficitario francés— que ha insuflado confianza a Canadá tras una década de declive y en plena guerra abierta con EE UU.

Su ascenso a líder liberal, su nombramiento como primer ministro y su gran órdago a Donald Trump, ante el que certificó la muerte de la histórica relación bilateral, han descolocado a muchos canadienses, que no saben si ver en él al hombre de Davos, epítome de las élites financieras globales; al tecnócrata de currículo envidiable (Harvard y Oxford) o al creyente que defiende la doctrina social de la Iglesia hasta el punto de formar parte del Consejo para un Capitalismo Inclusivo del Vaticano. Carney no pudo asistir al funeral del papa Francisco el sábado porque coincidía con el fin de la campaña electoral, pero la fe le guía en su “sentido de la responsabilidad y el servicio”, como dijo a un periodista el día que convocó las elecciones.

Cuando se trasladó al Reino Unido —su esposa, Diana, con la que tiene cuatro hijas, es británica— fue saludado como “el católico más influyente de Gran Bretaña”. En Canadá su confesión religiosa, como la del resto de candidatos y políticos, pertenece al ámbito personal, aunque su apoyo al derecho de la mujer a elegir le ha valido duras críticas de organizaciones provida como Campaign Life, igual que a su rival conservador, Pierre Poilievre. Para este, que ha construido su carrera sobre un populismo antiélites, Carney encarna lo peor de la globalización, algo que a los canadienses no parece preocuparles en absoluto. Los más críticos le recuerdan una supuesta evasión fiscal al paraíso de Bermudas cuando trabajaba para la firma de inversiones Brookfield, antes de entrar en política.

La faceta más social de Carney ha quedado reflejada no sólo en su colaboración como experto con el comité vaticano, también en su libro de 2021 Value(s): Building a Better Future for All (Valor(es): Construir un mundo mejor para todos), en el que cita a Francisco como fuente de inspiración y, en concreto, su encíclica Laudato Si’ de 2015, una crítica al desarrollo económico irresponsable y una denuncia de la degradación medioambiental. “Gran parte de su trabajo es un intento de integrar una visión del trabajo, la empresa, la economía y el medio ambiente en un todo”, ha dicho de él Brian Dijkema, presidente del centro de estudios cristiano Cardus. “Carney está extremadamente influenciado” por la doctrina social de la Iglesia, según la cual la economía debe estar al servicio de las personas, y no al revés.

Que Carney no acepte el fundamentalismo del mercado le sitúa en rumbo de colisión con Trump, para quien todo es cuantificable en dólares y en criptomonedas. Frente al republicano, a Carney le sobran discurso, argumentos e ideas, pero no por eso lleva ventaja ante enemigo tan torticero. Lo que sí ha demostrado es un buen instinto político. El sistema parlamentario canadiense permite que el líder del partido en el poder pueda ejercer como primer ministro aunque no ocupe un escaño, pero tras suceder a Trudeau tardó sólo nueve días en convocar elecciones, inicialmente previstas para octubre: no quería convertirse en el saco de boxeo de la oposición, sin posibilidad de devolver los golpes, por carecer de un asiento en la Cámara de los Comunes. Le bastó percibir el rápido cambio en el estado de ánimo nacional tras la embestida de Trump para cazar al vuelo el momento y, según los sondeos, acertó. Carney le dio la vuelta al marcador —los conservadores llevaban meses en cabeza— y la convocatoria electoral encajó como un guante en su principal objetivo: un Gobierno fuerte —los sondeos pronostican mayoría absoluta para su partido— para frenar a Trump.

Carney ha sido profesionalmente todo lo que alguien de su clase puede soñar: ha trabajado en Goldman Sachs, ha sido enviado especial de la ONU para la Acción Climática y la Financiación, y financiero en firmas privadas como Brookfield. Las credenciales no le garantizan el éxito en la gestión de la cosa pública, sobre todo cuando debe navegar a la vez las procelosas aguas de la política, pero su humildad es la que se espera de un servidor público. Bienhumorado, con ética deportiva —es decir, ambición, espíritu de equipo y fair play— como buen exjugador de hockey sobre hielo, el deporte nacional, su participación durante la campaña en un popular programa en francés en horario de máxima audiencia reveló sus fallos en esa lengua. Lejos de intentar disculparse o desviar la atención, Carney asumió sin empacho sus errores, como un hombre seguro de sí mismo, y entre risas advirtió: “Tengo 60 años, todavía puedo aprenderlo”.