Lo primero es la sensación de soledad y de incomprensión. Eso dicen los padres; saben que algo no va bien pero a menudo los síntomas sutiles se asocian a un problema del desarrollo. Hay noches atravesadas por todos los temores y faltan las herramientas -más allá de un confuso Google- para entender qué sucede aunque se sepa que algo sucede.
Cuando llega el diagnóstico se conjuga el duelo con la adopción del rol de superhéroes: se asume que el hijo es distinto pero a la vez nunca se acepta un no. Si esto llega al paroxismo -buscar denodadamente una respuesta inexistente- todo se pone en jaque. Pese a que se suele olvidar, los padres también necesitan humanidad y tener calma. Fácil decirlo, difícil lograrlo.
Álvaro Villanueva, español, papá de Alvarete, un adolescente que padece síndrome de genes contiguos, enfermedad rara que implica discapacidad, decía, en una nota publicada en el diario “El País”: “Realmente no importa cómo de injusta haya sido la vida contigo o con tu hijo, si hay gente que sufre más o menos, lo único importante es cómo reaccionas ante las cosas (…). Y esa actitud positiva y activa, que tienes que encontrar es la que te llevará a mejorar la situación y a ver la vida de diferente manera. Da igual lo que pienses, da igual lo que creas, no puedes cambiar el pasado, pero sí construir el futuro”.
Es una actitud sabia pero intuyo que no surge en un primer momento. Al principio existe demasiada confusión y se intentan explorar todos los caminos. Pero es necesario adaptarse a lo que hay, y pensar la forma de generar un clima familiar que permita dar un salto hacia adelante. Que no implica una magia ingenua de borrar la enfermedad, pero sí diseñar una vida que sea la mejor posible. Que defienda a la persona afectada sin paralizar a los hermanos o a los padres porque de esa manera todos serán menos felices. Y algo sencillo, pero que a veces queda lateralizado:amor, estar cerca, proteger a la vez que aceptar pequeños desafíos. Difícil, sí, pero posible.