Dice que aquí en el club se siente como en su casa. Que conoce cada pared, cada rincón y le gusta ser anfitrión, y por eso muestra con orgullo cómo el club General Lamadrid, en Villa Devoto, crece gracias al esfuerzo de sus socios: «Yo doy clases, no cobro nada y pago la cuota social. Es lo menos que puedo hacer por este lugar que nunca me dio la espalda, que nunca se fijó en mi legajo. Lama me abrazó y con mi actividad me devolvió la dignidad.»
En el bar de dicha institución ubicada frente a la cárcel federal de Devoto, Lamadrid es un faro -por lo luminoso- en la oscura calle Desaguadero. Se percibe que transpira mucha vida familiar y el gimnasio luce a tope con la práctica de distintas disciplinas. Federico Lorenzo (40) es hincha de toda la vida del cuadro de la tercera categoría del fútbol argentino y gustoso acepta charlar con Clarín antes de dar la clase de tolpar, ese raro y atractivo deporte.
«El tolpar viene de Francia y acá es conocido como esgrima de cuchillo. Es un deporte nuevo, barato, sin glamour, en el que se usa un cuchillo de goma normalmente. Se lo practica poco, pero está en franco crecimiento. A veces se lo enchastra un poco porque lo llaman esgrima tumbero, calculo que por una cuestión de marketing, o porque aquí estamos enfrente a la cárcel y se cree que es un deporte para los presos. Pero no está bueno esa fama. Es sano, limpio y se enfoca en la defensa personal», explica Lorenzo.
Este profe tiene 25 alumnos «bien variaditos»: jóvenes y grandes, desde un fiscal, pasando por una modista, hasta un gerente de empresa, un abogado y un policía.
La vida de Lorenzo y la actividad que enseña se entrelazan. Habla de cómo las clases han sumado más alumnos últimamente, también que lo llamaron de Nueva Chicago para abrir otro curso en Mataderos y cuenta que trabaja haciendo carteles de neón para vidrieras y hace reparto a domicilio.
«Me va bien, no me quejo, esto es un lujo comparado con lo de antes y dar clases más que laburo es un hobby«, describe el profe, que es el único instructor certificado de tolpar en Sudamérica.
Lorenzo no es de hablar mucho de su vida persona, aunque tampoco se niega, y cuenta que fue abandonado por sus padres biológicos: «Fui adoptado por gente hermosa, pero las malas influencias me llevaron a equivocarme y pagué.»
«Desde mis 16 años empecé a pifiar, a hacer todo mal. Aparecieron las adicciones, la merca, el juego, me quedé sin laburo primero, estaba perdido, y para peor no me daba cuenta de lo mal que estaba y ya no era un ejemplo para mi hijo… Caí en cana en 2017 y estuve cuatro años y dos meses en los penales de Mercedes y Olmos. Estar encerrado es la muerte en vida y no poder ver a mi hijo durante tres años fue un calvario», recuerda.
Mientras avanza la charla comienzan a llegar los alumnos para la clase que empieza a las 19 y se muestran muy afectuosos son los alumnos con el profesor. «Salí hace tres años y dos meses -retoma con serenidad- y a los pocos días volví al club, porque no sabía qué hacer, adónde ir… Y propuse esta idea, me la aceptaron y me puse a enseñar esgrima criolla.»
«Siempre tuve facilidad con el manejo de cuchillos, nunchakus y palos, y me especialicé en esto después de enterarme de su existencia en una revista… ¿podés creer? Lo vi en una revista, sí, y me puse a estudiarlo y a entrenar», añade.

La mancha carcelaria en su currículum fue determinante en otros trabajos, pero no en Lamadrid. «La oportunidad de enseñar un deporte me ayudó a no recaer en las drogas... Por eso siempre que puedo digo que Lama y el deporte me salvaron, posta. Una pena que no me haya cruzado antes con esta actividad, probablemente hubiera evitado caer en desgracia. Pero bueno, ya está, aprendí, a mí no me agarran más», dice Lorenzo, quien mira su reloj y mueve su cabeza: «¿Vamos?».
Está por empezar la clase de esgrima criolla, la primera de las dos que ofrece semanalmente. «Con esto me siento millonario sin tener un mango», murmura mientras subimos unas escaleras. «¿Sabés cómo espero este momento? Quiero ser el referente de este deporte en Argentina», comenta y se aparta para arrancar: son unos diez alumnos que están calentando músculos. Cada uno tiene un cuchillo de goma y un protector en la cabeza.
«Los luchadores utilizan en la competencias cuchillos de goma, aluminio o teflón, cascos de esgrima y guantes», va explicando a medida que avanza la clase. Los alumnos aceptan gustosos entrenar ante la cercana lente del fotógrafo. «Es un deporte federado y tiene reglas estrictas y dos modalidades de competencia: por puntos o a fondo», aclara.
La clase gana carácter y aspereza. Se ven distintas parejas en actitud desafiante. «Es una actividad de lucha y se puede ejercer violencia, pero acá hay límites, nadie se zarpa. Pero se pelea en todas las clases, es la única forma de que se pierda el miedo. Ojo, no enseñamos violencia, la línea que yo bajo es que esto es para disfrutar y mantenerse alejados de los quilombos de la calle», sostiene.
Lorenzo estudió Periodismo en la Universidad de Palermo y, cada vez que puede, enfatiza su mensaje: «No hacemos apología de la violencia. Y si alguno tiene la mala leche de ser asaltado, yo desde acá transmito que se entregue todo, lamentablemente… Pero nunca que se defiendan ejerciendo los conocimientos de este deporte.»

Casi en puntitas de pie, Clarín se acerca un alumno que hace un alto para tomar agua. «Me encanta el entrenamiento, tiene una intensidad y un trabajo aeróbico que no encontré en ningún otro deporte. Además se practican mucho los reflejos, para mí fue un descubrimiento. Hace cuatro meses que arranqué, es un viaje de ida», sonríe Gastón (43), empleado municipal.
A un costado, inhala y exhala aire con ritmo María, modista que se viene desde Ituzaingó: «No falto nunca, a mí me cambió la cabeza, en estos meses me dio más confianza, me siento más aguerrida.»
Lorenzo le imprime frenesí a la clase. Es motivador. «Bien, Fede, un animal». Y mirando al cronista, dice: «Este es una fiera, es subcampeón de la disciplina». Fornido, rocoso, Federico (35) es gerente de Marketing de una empresa. «Yo practiqué distintos deportes de distinta intensidad y siempre terminé lastimado. En esgrima de cuchillo se mantiene la intensidad, pero llego a casa sin magullones, a diferencia del boxeo, por ejemplo», señala el alumno, para quien son «clave» la «impronta» y la «personalidad» que el profe les imprime a las clases.
«Hay mucho de mental y de estrategia», retoma María. quien está por entablar una pelea de ensayo: «No es sólo cuestión de moverse rápido o saber atacar. Hay que pensar cada movimiento, anticipar al rival y saber cuándo es el momento oportuno para lanzar un golpe.»
«Cortes, estocada, floreo, distancia», ordena el profesor y la coreografía de los alumnos es simétrica. Más allá, en un ring, ensayan María, que irradia una destreza envidiable, y Leandro (23), uno de los que más futuro tiene. Hay movimientos parecidos al esgrima, pero el tolpar no se distingue por lo visual.
«Esto es más llano, un deporte económico que tiene más que ver con estos tiempos de vacas flacas. Acá tenemos la indumentaria que es donada por algunos alumnos que, gentilmente compraron máscaras, guantes, o cuchillos», dice Leandro.

Lorenzo se aparta unos metros y observa en silencio a su clase. Se lo ve contento, aunque es reservado. «Para mí es un orgullo, porque esto me lo dio Lamadrid, pero lo siento mío, es una idea mía y verla plasmada, la pucha… para mí fue como descubrir la pólvora después de comer tanta mierda. Encima, este club fue el más ganador de premios en el último torneo nacional de tolpar que se hizo en junio. Esto recién empieza, yo creo que se vienen cosas lindas», afirma el profe.
Para quien quiera acercarse a tomar clases, Lorenzo pide que sea mayor de edad. «El otro día vino una madre con su hija de trece años, que la quería poner a hacer esgrima criolla para defenderse en el colegio de ciertas hostilidades. No, le dije que no era el lugar adecuado. No es la idea, además de que era una criatura menor de edad. Hay mucho prejuicio alrededor de este deporte y se cree que entrenamos para pegarle al vecino», concluye.