Josep Maria Minguella, el ojo de oro de los agentes de fútbol: “Maradona estuvo muy mal manejado. Hubiera necesitado una agencia como la que tenía Beckham” | EL PAÍS Semanal

Josep Maria Minguella, el ojo de oro de los agentes de fútbol: “Maradona estuvo muy mal manejado. Hubiera necesitado una agencia como la que tenía Beckham” | EL PAÍS Semanal


La luz del mediodía baña el distinguido barrio de Pedralbes, lo baña de luz blanca y suave porque aún es el sol de la primavera, de finales de la sensual primavera barcelonesa, y en esta hora muelle de una mañana cualquiera de un día de semana cualquiera, ya de sobra pasado el desayuno y demasiado pronto para pensar en comer, Josep Maria Minguella, sentado en la terraza de su amplio apartamento, lee un diario deportivo culé con una lupa de mano. Tras la lente se ve aumentado de forma exagerada el ojo de Minguella. ¡Qué ojo! Este ojo pagó el apartamento y la mediterránea luz que lo baña. Este ojo veía lo que nadie veía —o al menos lo veía antes que nadie—. Este ojo es el mismo ojo que hace muchos años vio a un chico “gordito y cabezón” tocar apenas uno, dos balones y de inmediato preguntó:

—¡Este quién es!

—¿Ese pibe? —le respondió su cicerone en la grada—. Ese pibe es Maradona.

Minguella no había viajado de España a Argentina para ver a ese pibe, ni siquiera sabía de su existencia. Había ido sin más a mirar futbolistas y tan solo llevaba un encargo concreto, del presidente del Burgos: “Oye, Minguella, mírame a ver si me encuentras un extremo derecho”. Le dijeron que había uno bueno en Argentinos Juniors y fue a verlo jugar en su estadio. Terminó el primer tiempo, pasó el soñoliento descanso, empezó pastoso el segundo tiempo y al poco salió con el número 16 a la espalda un juvenil llamado Diego Armando Maradona. Perdón: no salió. De alguien como Maradona no se puede decir que salió. Debe decirse que aconteció. Algo como Maradona no sale, acontece. Gordito, cabezón, con esa mata de pelo, los pantaloncitos tan ajustados, las nalgas reventonas, la manera de trotar empinadito sobre la punta de las botas, la cinturita, el pechito al frente, la zurda. Algo como Diego Armando Maradona acontece y alguien como Josep Maria Minguella lo ve.

—Yo me enamoré —dice el agente que trajo al Pelusa al Barça.

Minguella deja en la mesa el periódico deportivo: “Bueno, muy bien, pues vamos a hacer esta entrevista. ¿Prefieres aquí en la terraza o en el vestíbulo, que está más fresco?”.

Tiene 84 años, la espalda dolorida, una afección renal que requiere diálisis. Fuera de eso, está activo, con la inteligencia despierta. Retirado de su oficio de ojeador y representante de jugadores, sin duda el más legendario de España desde inicios de los ochenta hasta los dos mil, todavía colabora en medios de comunicación como respetado comentarista de asuntos futboleros: por ello, y por puro vicio, sigue la actualidad con lupa y analiza, opina: “Hoy viene la noticia de que el Barça ya ha firmado al Joan García, el portero del Espanyol. Es un buen fichaje, y es decisión del Deco, el director deportivo. Así se tienen que hacer las cosas. Quienes tienen que decidir los fichajes son los directores deportivos, y no los presidentes. Yo actualmente veo un problema de presidencialismo en los equipos”.

Minguella, en el centro, con la Copa de Europa ganada por el Barça en 1992. Hristo Stoichkov, primero por la derecha.

“El Barça, por ejemplo, ha pasado momentos de mucha desorganización”, dice. Hace cuatro años todavía intentó mediar en un fichaje. Vio que el joven delantero argentino Julián Álvarez, del River Plate, tenía mucho futuro. Su amigo Francescoli, leyenda del River, se lo confirmó (“me dijo: ‘Jose, es muy bueno’, porque Francescoli me llama Jose”), y cuando él lo ofreció al Barça lo rechazaron y ficharon a Ferran Torres. Hoy Torres es un buen delantero y Álvarez, actual estrella del Atlético de Madrid, es de los mejores del mundo. Esta vez no le hicieron caso, pero, otra vez, Minguella lo había visto.

Antes de bajar al vestíbulo para la entrevista, enseña en una pared una foto antigua de su casa familiar en Guimerà, Lleida, el pueblo donde nació, y una foto con Maradona viajando en avión hacia España, Minguella con el mostacho que llevó mucho años, y otra con el mismo mostacho en la firma por el Barça del búlgaro Hristo Stoichkov, otra de sus operaciones audaces, pues no era común ir a fichar jugadores a Europa del Este. Fue una negociación sacrificada: para amigarse con el directivo del CSKA de Sofía y que diese luz verde al traspaso, tuvo que aceptarle un vodka tras otro.

Josep María Minguella, en la terraza de su casa junto a un escudo de granito del Barça que le regaló un amigo.

Ahora bien, no es ningún futbolista quien preside la entrada de la vivienda. Al salir del ascensor, junto a la puerta hay un retrato enmarcado de Orquidea Pimentel, su pareja desde hace 40 años y quien tuvo una larga carrera de modelo: “Yo hacía pasarela y de maniquí. Trabajé en Tot-Hom, que era costura para la jet set, haciendo unos desfiles extraordinarios en los ochenta y noventa. Hasta hace 12 años nunca dejé de trabajar. Desfilé hasta embarazada de cinco meses con un abrigo de visón”, dice Pimentel, que llama “Minguella” a Minguella, mientras que Minguella a Orquidea la llama “mami”.

—Mami, me voy a calzar y bajamos al vestíbulo.

—Espera, Minguella, que ya encontré tu carné, mira.

El carné de socio del Barça de Josep Maria Minguella Llobet, número 645. También figura su título honorífico de senador del club con 50 años de antigüedad. A Minguella lo hizo socio su padre. Se habían ido de Guimerà a Barcelona por trabajo. Vivían al lado de Les Corts, el antiguo estadio del Barcelona, y siempre que podía veía los entrenamientos de los “Kubala, César, Basora, Vergès, Biosca…”, recuerda ya apoltronado en el sillón de cuero de vestíbulo: “Oye, me quedaba ensimismado”.

Ahí empezó a entrenar el ojo, a saber ver fútbol, que según explica es lo que distingue a un buen ojeador y agente de futbolistas. “Se necesitan dos cosas. Primero, hay que entender de jugadores, cosa que no es fácil, porque todo el mundo habla de fútbol pero una cosa es hablar y otra entender. Y la otra cosa es equivocarse poco y acertar en los jugadores. Esto hay muy poca gente que lo haga”. Su definitiva fuente de aprendizaje fue el Barça de los setenta, como ayudante y traductor del entrenador inglés Vic Buckingham, y luego como colaborador del holandés Rinus Michels. Con ellos, su ojo se refinó.

Entran vecinos al edificio, se paran, los saluda, le dicen cualquier cosa del Barça, los despide y sigue hablando de fútbol y de su vida, una vida en la que parece obvio que se lo pasó pipa, aunque con moderación, prudencia y un deleite casi imperceptible tras sus gafas de lentes ambarinas, solo concede: “Hombre, la verdad es que podemos decir que no me puedo quejar de cómo he funcionado”.

Minguella de joven, en un partido de fútbol amateur.

Fue una pena, eso sí, que no pudiera disfrutar de Maradona, que solo duró dos años en el Barcelona. “Estuvo muy mal manejado. Él era un chico sencillo que confiaba en su gente de toda la vida, y hubiera necesitado una agencia como la que tenía Beckham, que lo moviese y apoyase en todos los niveles. Nadie lo apoyaba, se le acercaba todo argentino medio perdido que viviese por aquí. Nunca tuvo gente a su nivel de jugador, no tuvo la estructura necesaria para encauzarlo”. Cuenta que retomó contacto con él cuando estando en el Nápoles lo sancionaron por consumo de cocaína. Minguella ideó la operación para llevárselo en 1992 al Sevilla del entrenador argentino Bilardo. “Yo mismo puse el dinero para que le levantaran la sanción, que no fue mucho, y al presidente del Sevilla, el Cuervas, que me decía que yo estaba loco, que cómo iba a hacer para traer al Sevilla a Maradona, le dije que si me daba seis amistosos del Sevilla con Maradona, yo le traía al Sevilla a Maradona. Así lo arreglamos e hicimos varios partidos que los dio Telecinco. Se los vendí a un rumano de Telecinco que organizaba unos saraos que no veas”.

—¿Valerio Lazarov?

—Lazarov, eso.

—¿Maradona es lo más lindo que vio en su vida?

—Lo más sorprendente. También date cuenta de que yo estaba empezando, y luego vi muchas más cosas. Pero Maradona tenía unos detalles técnicos indescriptibles —dice, y pasa a hablar de él en presente—, es el más allá del fútbol. Ya no es fútbol. Es el más allá del fútbol.

“Luego vi muchas cosas más”, dice Minguella. Una de esas cosas es La Cosa. Leo Messi.

“Pues aquello fue que me llamó un abogado argentino que trabajaba conmigo y me dijo que había un niño que había que ayudarlo y que no sé qué y tal”. Es, realmente, una proeza narrativa reducir a esta frase tan prosaica el comienzo de la historia más extraordinaria del fútbol contemporáneo.

Un niño que había que ayudarlo y que no sé qué y tal.

Es decir:

Sucedió que un buen día Minguella recibió en su despacho de Barcelona un casete con jugadas de un nene de pelito largo y muy chiquitico de la ciudad de Rosario y al verlo percibió algo: “En los vídeos que nos llegaban lo normal es que vieras a chavales hacer virguerías con el balón, y solo con eso no se ve nada, pero en el de Leo se veía algo que me llamó la atención: este cogía el balón e iba directo hacia la portería contraria dejando gente atrás. Esto parece muy simple pero era algo totalmente diferente”. Minguella vio que con 12 años ese niño sabía algo que muchos futbolistas terminan sus carreras sin llegar a entender: que el fútbol es un juego que consiste en llegar de un punto a otro de la manera más eficaz posible.

Parafernalia futbolera en su casa.

Antes de seguir con la historia del fichaje de Messi, aparece en el vestíbulo Orquidea Pimentel y dice: “Espera, Minguella, que voy a salir a hacer un recado, pero quiero contar lo de los macarrones de Messi”. “Bueno, bueno…”, dice Minguella. Y Pimentel cuenta que una vez invitaron a la familia Messi a su casa a hacer un asado. Cuando los mayores estaban asando la carne, ella le dijo al muchacho: “Te he hecho macarrones por si te apetecen más, ¿quieres?’. Dijo que sí, le puse un buen plato de macarrones, agachó la cabeza y comió y comió y no la levantó hasta que se lo acabó. Yo me quedé allí de pie mirándolo comer, y al terminar le dije: ‘¿Quieres más?’, y me miró y dijo: ‘Sí, quiero más’. Y le serví otro plato más o menos igual de grande y también se lo comió enterito. Luego José María contó la anécdota en algún programa o algo así y los macarrones de Messi se hicieron famosos”.

De izquierda a derecha, Mariana Stoichkova, Hristo Stoichkov, Minguella y Orquidea Pimentel. Sentada, Rosa Llobet, madre del agente.

Retomemos. Entonces Minguella vio el vídeo y dijo: “Hay que traerlo”, y mandó billetes de avión al padre de Messi para que se viniera con el niño toda la familia e hiciese las pruebas con el Barcelona. Los instalaron en un hotel y el pequeño empezó a entrenar. Los técnicos de fútbol base se quedaron asombrados, pero iban pasando los días y no se decidían si quedárselo o no, recuerda: “Unos decían que era un fenómeno y otros decían que era tan tan menudito que lo podían matar de una patada. Y mientras tanto el padre se impacientaba. Así que me fui a hablar con Charly Rexach, que estaba de director deportivo con los mayores, y le comenté: ‘Escolta, Charly, que tengo aquí a este niño que traje de Argentina y tenéis que decidiros si lo queréis o lo mandamos de vuelta’. El Charly me dijo: ‘Espérate, espérate’. Y montó un partido de prueba con chicos un año mayores que Leo para ver cómo respondía el chaval. Y claro, lo vio y dijo: ‘¡Este chico tiene que quedarse, tú!’. Y esto es lo que hizo que Leo Messi se quedara en el Barcelona y no se volviese en un avión a Buenos Aires. Ya ves”.

Para calmar al padre, Jorge Messi, estando después del partido de prueba en el club de tenis Pompeia, Minguella urgió a Rexach a que improvisase un documento de compromiso. Como no había ninguna hoja a mano, usaron una servilleta. “De esas de papel suave”, aclara. Luego la servilleta tuvo su historia, porque acabó subastada por cientos de miles de euros por Horacio Gaggioli, que estaba con ellos en ese momento y fue quien se la llevó al padre del niño y luego la conservó. Cuando se subastó, Minguella le reprochó públicamente a Gaggioli que la hubiera vendido, pues creía que debía estar en el museo del Barça, y se montó un jaleo: “Me supo mal que alguien que era mi ayudante se quedase la servilleta y luego la subastase, y yo fui a un programa y largué. Entonces él me demandó por difamación o algo así y reclama una indemnización, y está en un tribunal y no sé cuántos, pero bueno, oye, me es igual”, zanja.

Minguella con su loro, Miguelito.

Atiende un par de llamadas, bebe agua, va estando un poquito fatigado.

—¿Sabe quién me recuerda a usted en el mundillo del fútbol español?

—No, ¿quién?

—No es un agente, sino un presidente: Augusto César Lendoiro, el del Dépor. Han realizado funciones distintas pero me parece que comparten un mismo tipo de sagacidad.

—¡Sí, hombre, con Lendoiro tengo mucha relación!

—Le robó a Rivaldo, de hecho.

—Ja, ja, ja, bueno, yo no se lo robé, el Barça me lo pidió y yo lo llevé al Barça.

El brasileño Rivaldo, el grandísimo Rivaldo, otro genio que pasó por sus manos, jugaba en el Deportivo de Lendoiro y Minguella era su representante. Según cuenta, en pleno verano el presidente del Barça, Josep Lluís Núñez, se puso histérico porque les faltaba un delantero y le preguntó si era posible fichar a Rivaldo. “Yo les dije que podrían ficharlo si pagaban su cláusula, que era muy alta, y al día siguiente me llama el vicepresidente, Gaspart, y me dice ‘escolta tú, que lo pagamos”.

—¿Qué le dijo Rivaldo?

—Dudó, porque estaba muy bien en A Coruña.

—Y tenía un equipazo ese Dépor…

—Sí, el mejor equipo del momento, sin duda. Yo creo que si no le hubieran quitado a Rivaldo hubieran ganado dos o tres ligas seguidas con él.

—¿Lendoiro se cabreó mucho?

—Nooo, bueno, me llamó y me dijo: “Ya sabía yo que algún día me ibas a joder”. Y yo le dije: “Escúchame una cosa, Augusto, ¿tú has visto alguna vez delante un cheque de 4.000 millones?”. Me dijo: “No”. Y le dije: “¡Pues cállate, collons, y aprovecha los 4.000 millones!”.