“Si se la llevaron a ella, ¿por qué no a mí?”: la pregunta de una periodista salvadoreña exiliada | Newsletter Americanas

“Si se la llevaron a ella, ¿por qué no a mí?”: la pregunta de una periodista salvadoreña exiliada | Newsletter Americanas

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Decir “exilio” es difícil. Ek-si-lio, decirlo requiere trabajo; la equis se atora en el paladar para salir a la fuerza de la boca. Para salir a la fuerza. Hace algunos años, quienes somos periodistas comenzamos a hacernos a la idea del exilio. Pero eso era solo una idea lejana, que cada tanto se nos posaba en el hombro y nos susurraba al oído. Una idea que se acercaba, aunque nos negábamos a verla.

Pero, de un día para otro, el exilio nos alcanzó sin estar preparados: con maletas rápidas, escasas, en viajes improvisados. En despedidas que no tuvimos, en fiestas que no sabíamos que eran las últimas. En una cama deshecha en la que no nos volvimos a acostar. En bares y cafés habituales a los que no regresamos, y en casas que, al salir, no sabíamos que no volveríamos a ver. El exilio nos encontró con miedo, tristes, con un nudo en el estómago. Con una vida que no queríamos soltar y consolándonos con un: “Esto es temporal”.

Antes de comenzar, quiero aclarar que esta no es mi historia, sino la de Jimena, una periodista independiente salvadoreña que trabaja temas de política y derechos humanos. A finales de mayo, se vio obligada salir de manera apresurada de El Salvador. Jimena no es su nombre real, sino un seudónimo utilizado para proteger su identidad. Entenderá, después de leer este relato, por qué este no es un momento para dar más detalles. Hasta la fecha, cada vez son más los periodistas y defensores de derechos humanos que abandonan el país, empujados por la amenaza latente de que su labor los lleve a las tortuosas cárceles del régimen de Bukele.

Les dejo con ella:

Yo sé que esto no es personal. Bukele no sabe nada de mí: no sabe que tengo un hijo de meses, no sabe que junto a su padre compramos, ilusionados, una cuna que no lo vi usar. No sabe que mi color favorito es el negro, que tengo una cirugía de nariz porque me la quebré jugando en el colegio. Para él soy solo una periodista, un daño colateral en su plan.

Pero para mí, no ha sido solo perder un trabajo: fue perder mi país, mi vida. El miedo comenzó a cuentagotas. Al principio, con mensajes de odio que inundaban mi cuenta de X, de usuarios afines al Gobierno, acalorados por los discursos que lanzaba Bukele contra el periodismo. En algún momento —ahora difuso— ese miedo traspasó a la realidad de saberse enemiga de un Gobierno.

Se convirtió en años de acostumbrarme a los insultos, de caminar con temor, de proteger mi privacidad, de prepararme para lo peor en un país sin derechos. Una tarde de abril, mientras estaba en un centro comercial con mi bebé en brazos, un señor me puso su teléfono en la cara, me tomó una foto y, segundos después, se subió a una van y desapareció. Al principio pensé que era paranoia, pero luego escuché una historia similar de otra periodista.

Este Gobierno nos acostumbró a esa sensación de locura. Es más cómodo buscar explicaciones lógicas que asumir el riesgo. “Si se la llevaron a ella, ¿por qué no me llevarían a mí?”, pensé el día que capturaron a Ruth López, una reconocida defensora de derechos humanos.

Salí de El Salvador unos días después de eso. Así comenzó una oleada masiva de periodistas que también dejaron el país. Salí como todos lo hicimos: por prevención. Un dolor en el pecho, sudor en las manos. La paranoia. ¿Y si al dar mis documentos en migración una pantalla muestra una alerta y me arrestan, o si no me dejan salir? La paranoia. Logré salir.

Mi hijo y yo dormimos en un alojamiento que, por 40 dólares la noche, se convirtió en mi pequeño refugio. Una suerte de alivio y oxígeno en una marea de caos. Pero me duró poco. A los días de llegar, mi bebé enfermó y las fiebres, junto a las pocas horas de sueño, se volvieron pesadas. Vivir esto mientras trabajo en una pequeña redacción que intenta sostenerse en ese mar de caos no ha sido fácil. Soy parte de un medio independiente, con periodistas en el exilio, que —en medio de una nueva Ley de Agentes Extranjeros y los recortes de USAID— lucha por no hundirse.

Después de días sin dormir y al ver que las fiebres no cedían, decidí regresar a El Salvador por la salud de mi hijo. Volví a pasar el miedo de migración. La paranoia. Con mi regreso, mi bebé mejoró y yo comencé sentirme insegura en mi propia casa. Llegaron las pesadillas de arrestos, las imágenes de las botas militares negras en la acera, de esos cuerpos con armas largas que me arrancan a mi bebé de los brazos.

Vivir en El Salvador ya no era vivir, era un intento de mantener el cuello a nivel del agua, intentar mantener la calma mientras las marea sube. A unos días de mi regreso, el agua de ese mar de caos comenzó a subir. Mientras mi esposo y yo almorzábamos, arrestaron al abogado Enrique Anaya. Al escuchar la noticia, ambos nos miramos fijamente. El agua ya nos había llegado a los labios y por unos segundos nos dejó sin aire.

Supimos que ese mismo día tenía que irme para no volver. Que de esto ya no había marcha atrás. Salí sin mi hijo. Yo estaba mal, y el cambio le hacía daño. Ser mamá es estar conectada. Desde ese momento no he vuelto a tener el corazón en el cuerpo. Pero amarlo también era entender que estar lejos, por el momento, era lo mejor que podía hacer. Es mejor una madre segura que una madre presa en las famosas cárceles de Bukele.

¿Me arrepiento de ser periodista? No. Ser periodista nunca ha sido fácil, y ser mujer periodista tiene sus propias complejidades. No es sencillo hacer carrera en un campo dominado por hombres. Es hacerte escuchar en un mundo en el que hablar de política no está pensado para mujeres. Es abrirte camino con uñas y dientes, asumir acosos y dudas sobre si tenés la capacidad o no, sobre si te ganaste el puesto. Es un bucle infinito de demostrar que sí sos capaz.

Pero es el trabajo que yo asumí y que quiero hacer. A una doctora nunca le preguntan: “¿por qué sigue siendo médico?”, aun cuando hay una pandemia. El trabajo periodístico es más urgente que nunca, y nuestra visión como mujeres —que siempre ha sido necesaria— es cada vez más imperante. Pero quisiera que fuera más fácil. Quisiera que fuera diferente.

Cuando asumí este trabajo no decidí intercambiar mi vida o mi libertad por él. Creo y mantengo que era algo que tenía que hacer, y que quiero hacer. No me hubiera gustado vivir mi maternidad así. No me hubiera gustado vivir mi vida así.

*

Ahora volvamos a mi historia: Yo tengo 29 años, no dirijo un medio, no tengo hijos, y las pocas cosas que me atan son unos muebles, libros, recuerdos y un par de aspiraciones de una vida que quise, y que, lo más probable, no llegará a ser. Pero la entiendo y la siento. Ahora veo a mi alrededor y todo parece igual, pero nada lo es. Mi casa sigue ahí, los cafés y los bares son mesas vacías en las que mis amigos ya no se sientan.

En las coberturas, cada vez son menos los periodistas, y los temas más reducidos, reemplazados por el miedo. Ahora al país lo inunda una tensión, y a mí solo me quedan las dudas: ¿tan frágil era todo?; ¿cómo sostenemos esos pedazos de lo poco que nos queda?; ¿esto fue todo?

También tengo certeza que sé muy poco. Que las cuentas me dejaron de dar y el escenario se volvió ilegible. Mientras… espero que el último que salga apague la luz.

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