Sentirte parte de algo más grande, una comunidad. Eso buscamos cuando somos chicos y no fui la excepción. ¿El lugar? Hubo varios, según los años, pero el que recuerdo con nostalgia es la plaza. Quedaba a cuatro cuadras de casa y cansé sus baldosas entre los 10 y los 11. A esa edad -¿ahora sería diferente?- me dejaban ir solo y ahí me encontraba con mi “barra”, palabra que ya parece un tesoro arqueológico.
Nuestros entretenimientos -algunos de ellos- también podrían figurar en un museo. A mí me gustaba mucho la cartuchera de cowboy y una pistola a cebita que hacía ruido cuando se apretaba el gatillo. Lo escribo y me pregunto si acaso era un chico violento. Pero no. En verdad, también me surge otra idea. Se trataba de emular a los vaqueros que debían llevar armas: el salvaje oeste estaba lleno de peligros. Nuestro mundo también lo está pero (algunos) sabemos que la reverdecida tendencia a armarse nos va a hacer ir de mal en peor. En esa época éramos inocentes:el revolver de juguete era parte de nuestra imaginación para las exploraciones de bosques en aquel cuadrilátero urbano.
La plaza se convertía en un espacio de crecimiento: ahí se daban los primeros “¿Estás avivado?” y el empezar a salir de alguno con alguna, en vínculos que duraban dos o tres días y que implicaban caminar juntos de la mano y algún beso en la mejilla.
Pero también había lugar para la crueldad. La palabra bullying no existía pero sí su concepto: a veces había un chico al que se tomaba de punto; otras no se dejaba ingresar a la cofradía a uno nuevo nada más que por la presión endogámica. Había quienes decían malas palabras; otros las callábamos porque así nos habían enseñado, aunque eso nos hiciera un poco distintos frente a los que tenían más calle.
La plaza, un mundo con imperfecciones. Momentos felices y también peleas. Pero tenía una virtud: reflejaba el cosmos real, no había amortiguadores que a veces hoy -en ambientes muy cuidados- impiden saber que hay fuera de la burbuja.