Juan Muñoz es más conocido por el público cruel de España como el otro o el rubio de Cruz y Raya, y desde esa otredad ha levantado una narrativa del fracaso fascinante y guadianesca. Si Muñoz hubiera desaparecido, como tantas otras figuras, al romperse el dúo cómico que le dio la fama, sería un personaje sin curvas ni picos, pero Juan Muñoz nunca se fue, su reaparición en Supervivientes fue un retorno a medias. España nunca le quitó del todo el ojo de encima, con sentimientos que han variado entre la compasión, la burla corrosiva, la admiración, el asombro o la identificación. Él contribuye mucho a eso, riéndose de sí mismo, enfadándose y expresándose con desborde y una espontaneidad que no se puede fingir. Sabemos que si Juan Muñoz fuera un personaje, el actor que lo encarna habría ganado muchos premios Oscar.
La semana pasada tuvo una de esas humanísimas salidas de tono en Telecinco, revolviéndose contra el maltrato de Emma García, y en esa manera de protestar y aceptar al mismo tiempo el chantaje del morbo se ganó otra vez la simpatía de todos. Juan Muñoz es humano, demasiado humano, nietzscheanamente dionisíaco. El contraste con José Mota le ayuda. Frente a la imagen sobrenatural del cómico estajanovista, del triunfador impecable y del maestro del humor blanco que siempre mide los chistes hasta el punto justo de la carcajada, pero sin incomodar ni avergonzar a nadie, Juan Muñoz es salvaje, desaliñado y a veces brutal. Entendemos muy bien su rabia cuando rabia, y su risa a destiempo cuando ríe.
La historia de Cruz y Raya pasó con él de la comedia a la tragedia. La relación entre los dos viejos amigos me recuerda a la de Stefan Zweig y Joseph Roth. El primero, ejemplar, pulcro, celebrado en los mejores salones, siempre egregio y senatorial. El otro, marginado, furioso, rehuido por sus amigos, atizador de sablazos, incontrolable. Pude escribir un ensayo literario sobre Zweig, pero lo escribí sobre Roth, y si me encargaran escribir sobre José Mota preferiría mil veces hacerlo sobre Juan Muñoz, porque el éxito no tiene interés más que para los idiotas obsesionados por él. Pero el éxito que se fue, sus márgenes, las sombras de la frustración, la voz un poco ronca y las noches mal dormidas son el germen de la literatura porque también lo son de la vida. Unos pocos simples pueden aspirar a ser José Mota, pero vivir consiste en aprender a ser Juan Muñoz.