¿Será que el rock argentino sólo tiene noticias hacia atrás? ¿Vive sólo de actualizar efemérides? Puestos a buscar novedades, nada tiene el subrayado de cuando existía la industria musical y no había un Spotify, un YouTube o las redes, para reducir todo a una rutina de reality y likes. Basta comprobar lo pinchado que está todo cuando ves la ceremonia de los Premios Gardel. Digo: ¿por qué se multiplican los artículos sobre los 30 años de la salida de Sueño Stereo, séptimo álbum de Soda Stereo, si no? Con tal de no ser menos, decidí buscar los cuadernos y libretas donde Mayo ‘95 equivale a mi viaje a Londres, enviado por el Suplemento Sí de este diario, con el objetivo de registrar periodísticamente la grabación del último álbum en estudio del máximo trío de Latinoamérica. Lo que sigue es mi recomposición a la distancia de aquel viaje y aquella convivencia semanal con los Soda, conforme me lo permiten los apuntes, la nota publicada y la memoria.
¡Ah, el mundo pre-Internet! Alguna vez existió algo así. En 1995, por ejemplo. Ese año -seré preciso, la primera semana de mayo- me mandaron a hacer la vuelta de Soda Stereo a Londres, donde el trío estaba grabando voces para el maduro, reflexivo y experimentado álbum Sueño Stereo. En la redacción, te avisaban del viaje un martes y el jueves estabas en Migraciones.
Esto fue así de súbito, con decirles que no pude cambiar un turno de dentista que ya tenía pautado para una extracción, nada menos. Viajé al día siguiente de sacarme una muela, pertrechado de una farmacopea repartida entre analgésicos, coagulantes y somníferos. El gran riesgo era el despegue: se te sale el tapón de coágulo y te fuiste en sangre, fuiste. Pero como superé ileso incluso el aterrizaje, salí del Boeing de British Airlines con un ímpetu de quien quiere atravesar las aduanas de Heathrow y ya.
Apenas me revisaron el bolso (una valija escolar vintage, muy al estilo de los ‘90), cambiaron las caras de los uniformados: ¿qué era esa cantidad de pastillas que traía este sudaca? Expliqué con el mejor inglés que entrené en la Cultural Inglesa porteña mi problemita de coagulación, pero no bastó. Me hicieron pasar a ese “cuartito” de aeropuerto. La humillación de un strip tease con las medias puestas, que no termina en el cuerpazo de Brad Davis en la película Expreso de Medianoche: el elástico del porta-dinero sobre el elástico del calzoncillo y vos sacando libra por libra para mostrárselas a los agentes. Todo cash, no tenía tarjetas todavía. Vestido de nuevo, me fui sin las pastillas, que quedaron para el análisis químico o la basura. La encía parecía cicatrizada, sin registrar el nivel de vejación por el que había pasado el dueño de la boca.

Entonces (mundo sin Internet, sin Airbnb, sin celular), los hoteles se reservaban en el mismo aeropuerto, cerca de la salida hacia los trenes que desembocaban en Victoria Station. Sabía que el estudio de los Soda se llamaba Matrix y quedaba cerca del Museo Británico. De la ventanilla salió un mapa con dos hoteles marcados: uno para pasar la noche del día y otro para el resto. Los dos quedaban a cuadras nomás de la estación de subtes Holborn y de Matrix.
Y al día siguiente…
Tras colgar una llave tamaño Alicia tras el espejo en un clavo, salí del hotel victoriano rumbo al estudio. Apenas llegué a la dirección, me desconcertó la entrada: había un pub y una estética de callejón sin salida como la de la tapa del Ziggy Stardust de Bowie. Pero bajar es lo peor, peor si las escaleras son tan oscuras. Lo de “matriz” era literal: un útero abajo de la tierra, un sótano que cumplía con todas las mañas de un antro under, incluso porteño y pre-Cromañón: olía a humos varios, se veía despintado y estaba completamente grafiteado a punta de fibra y birome, igual que un baño de estación.

En ese rol del pelotudo-arrinconado-anotando-en-la-libreta que era un cronista responsable en los ‘90, yo guardé tres dibujos y frases de la pared (el hombre nariz de pene, la hoja de yerba más grande del mundo y Que viva la cerveza negra) para arrancar mi nota. El hermético lugar se repartía entre el estudio en sí y una especie de living con sofás y billares, cuyas paredes ofrecían el brillo empolvado de unos discos de oro: se ve que gente como Siouxsie, Björk, The Smiths y Massive Attack grabaron ahí sin chistar y sin despeinarse mucho.
De la Argentina, los acompañaba el técnico de grabación Eduardo Bergallo, con quien habían trabajado ya en el estudio Supersónico de Buenos Aires. Pero el que llevaba la batuta ahí en Londres era el ingeniero Clive Goddard, un rubiecito seco y mal vestido que parecía tener oídos sólo para los sonidos de la consola y para Gustavo, para la voz de Gustavo (quién no).
Resistiendo la claustrofobia, ahí fue donde Zeta confesó eso de “estuvimos a punto de odiarnos” y a su turno, Gustavo salió con: “Nos reencontramos más por inercia que por convicción… No sabía si poner los huevos en la canasta Soda Stereo o dónde. Me preguntaba: ‘¿Valdrá la pena darle mis nuevas ideas a este grupo?’”. Un contrato millonario con la compañía BMG había resuelto la duda de Cerati.
Estuvimos a punto de odiarnos
Era Charly el que cicatrizaba un poco las tensiones: “Esta vuelta no es más que un continuar”. Aunque a Gustavo no le gustaba nada eso de volver como lo había hecho Serú Girán en 1992. Aseguraba: “Nuestro volver es siempre más intermitente que un regreso”. Bueno, en dos años más se separarían.

Lo primero que hace una estrella de rock…
Cuando está fuera de su país, o fuera de su zona de reconocimiento facial, es volverse alguien común. Vulgar, me animaría a decir. ¿Qué fan aceptaría que su ídolo quisiera parecerse a él/ella, con el fin de caminar en paz por la calle alguna vez? Quitarse la fama de encima, como habiendo echado una mosca de paranoia. La star se saca el glamour para ponerse el jogging: los ves así cuando los reporteás afuera.
Gustavo Cerati en un McDonald’s. Sólo es posible en el paquete barrio de Kensington, Londres. Siendo casi verano, no estaba mal detenerse en las noches de pubs londinenses, así que el reportaje a Gustavo se haría de noche, muy a la noche, cuando estaba todo cerrado, a excepción de la no muy británica franquicia de fast food.
“No soy la pantufla viviente que algunos creen”, lanzó, después de que tuve el tupé de preguntarle si su álbum solista Amor Amarillo (’94) era su versión de Amor después del amor de Fito Páez. Es decir, el disco que refleja las delicias de la vida conyugal (se había casado por iglesia en 1993 con la chilena Cecilia Amenábar) y el discreto encanto de la burguesía. Su primer hijo, Benito, ya había nacido y pronto sería concebida Lisa.
No soy la pantufla viviente que algunos creen
“Cuando con Cecilia me embarqué en esta historia de ser padres, tuve la necesidad de hacer una limpieza”, me aclaró junto a su Coca y su hamburguesa. “Ya no me interesa repetir muchos de los excesos con que arriesgás tu salud en las giras. No, por lo menos en esa dosis. Basta. Fueron diez años de andar girando y después de Dynamo (1992), vino bien colgar los guantes por un tiempo”.
Sobre ese impasse en que el trío estuvo dividido en tres personas con vidas propias, a Zeta Bosio le tocó narrar lo peor: la muerte de un hijo. “El año pasado, mi única obsesión fue sacar adelante a mi familia”, me dijo, cerveza mediante, en el pub tan penumbroso y masculino por el que se entraba al estudio. Hacía casi un año, en un accidente automovilístico, su hijo menor, Tobías, había perdido la vida, pero Simón, de 4, había sobrevivido a la explosión de un tanque de nafta que dejó marcas de quemaduras en su rostro.

Zeta hablaba como si se hubiera auto-rescatado de una depresión que pintaba terminal. “La música se había vuelto secundaria para mí, vivía como anestesiado por el shock afectivo. Con mi mujer, pasamos un mes y medio durmiendo en el Hospital de Niños y viendo a Simón pelear por su vida en terapia intensiva… La vuelta de Soda Stereo fue para mí como la posibilidad de ver si podía arrancar de nuevo, no sólo en lo musical, sino en la vida”, contaba con un tono grave que nunca volví a detectarle a alguien siempre listo para una sonrisa como él.
La música se había vuelto secundaria para mí, vivía como anestesiado por un shock afectivo.
El encuentro con Charly Alberti fue distinto. Esta vez, una pizzería art decó fue la escenografía, adonde el baterista pidió “pan de ajo” y se sentó cruzado de piernas, apoyando un hombro contra una ventana-vitreaux. En su caso, la frase “el dolor más grande de mi vida” correspondía a otro momento autobiográfico, su separación de Déborah de Corral, con quien había grabado un álbum bajo el nombre Plum. “Aunque nadie esperaba mucho de nosotros, por ese mito de la modelo frívola y el baterista que sale con chicas lindas, logramos sacar un buen disco”, aseguraba. Se lo notaba triste, incluso, parecía que usaba la entrevista para mandarle un mensaje a su ex. Quién diría que en unos años más, el destino decidiría que ella fuese la pareja del líder de su banda.
Nadie esperaba mucho de Débora de Corral y de mí musicalmente, por ese mito de la modelo frívola y el baterista que sale con chicas lindas
New Pow Wow Generation
Este juego de palabras ironizaba tanto sobre la banda New Power Generation de Prince, como sobre las danzas de los pueblos originarios de Norteamérica (de ahí lo de Pow Wow). Así titulaba en tapa el semanario musical New Musical Express un informe sobre la fiesta electrónica insoslayable del fin de semana, el UK Tribal Gathering ‘95 (junta de tribus). Este precedente de Creamfields tenía lugar lejos de la capital, en las afueras de la estudiantil Oxford. Pero había que ir o ir y fuimos.

El sábado 6 de Mayo salí temprano hacia South Kensington, el barrio cheto donde los Soda habían alquilado una casa blanquísima de dos plantas. Nos embarcamos juntos hacia el Parque Otmoor, en Oxfordshire: todo el trayecto se hizo en manada (los Soda, el ingeniero-asistente, Cecilia Amenábar y una amiga suya de Chile). Y todo, en transporte público inglés. Por las ventanillas pasaban verdes de primavera.
¿Los Soda ferroviarios, viajando en tren y subte? Marcelo Franco, editor entonces del Suplemento Sí, decidió que los tres repartidos en una escalera mecánica del subte londinense fuera la cubierta bajo el título Otra vez Soda. La justificación era obvia: “¿Cuándo los vas a ver acá en una estación de subterráneos? “.
Llegamos al parque de tarde, tras horas de conexiones, cuando la fiesta recién se estaba poblando. Todavía guardo los prospectos de cartulina que, con estética de fanzine, explicaban cómo había que fumar marihuana, tomar ecstasy y demás. “Si te llevan a una Comisaría, es importante ejercer tu derecho a guardar silencio hasta que te comuniques con este número disponible las 24 horas”, se leía en los folletos flúo. Incluso, el evento había habilitado un puesto donde hacían el análisis químico de la pastilla que alguien fuera a consumir a fin de evitar intoxicaciones. Una excepción permisiva en esa lejana década, que vio cómo las raves improvisadas iban tornándose un negocio lucrativo y ultra-organizado.

Acto seguido, en mi memoria hay un corte cinematográfico: como desde un drone veo que estamos sentados en el pasto luego de comprar aguas, y como visto con ojo de pez, estamos con Gustavo, Cecilia y la amiga bailando al dúo Orbital, apretados en una masa semidesnuda que multiplica brazos en alto tipo Diosa Kali, los ojos ciegos bien abiertos, mientras los rayos que vienen del escenario forman una red de arco iris móvil sobre nuestras cabezas. Participábamos de un concierto-dance. Creo que no nos dejaron llegar a la carpa de Moby; tanta era la gente y tanta la euforia comunitaria. La noticia era que Charly Alberti había conocido a Lady Miss Kier del trío dance neoyorquino Deee Lite. Se decía que habían pegado onda. Perdimos a Charly y a Zeta yendo de pista en pista, rozando sudores.
Somos anglófilos
Muy pasada la medianoche, pasando The Prodigy por el escenario como una suelta de Guasones (su volumen nos ensordeció), creo que se armó una discusión entre Gustavo y Cecilia porque ya era hora de irse. Irse; irse corriendo a algún colectivo que iba a dejarnos en Victoria Station de madrugada y arreglate. Nos repartimos en esos micros oficiales como nos dieron las piernas y el cash. Fueron horas de atravesar campos negros donde se dibujaban cilindros (mieses de pasto seco eran, supe de día), derecho hacia Londres, rodeados de raveros dormidos. Esa sensación de retorno after party: sentirse un sonámbulo sobre ruedas, la boca pastosa (comprobaba con la lengua la ausencia de muela) y los oídos que no paran de pulsar. Después del taxi en Victoria, cuando ya amanecía, llegué hasta mi hotel auténticamente decadente (lo denunciaba el estado de las alfombras, quemadas por los puchos).
Me hice un té en pava eléctrica, prendí el televisor y me puse los auriculares del discman. Fui durmiéndome a medida que transcurría la escena de la casa invadida de espuma en Tommy (¡sí, pasaban Tommy de ken Russell-The Who a esa hora; la televisión estatal era increíble!) y mediaba el álbum Neu! 75 que había comprado hacía dos días, cuando habíamos ido con Gustavo a la disquería Rough Trade de Notting Hill. Ahí lo convencí de que comprara todo de los alemanes Neu! (después me agradeció porque entendió de dónde venía un grupo que él amaba, Stereolab). Insistía con que no podía dejar de escuchar el álbum Wake Up! de Boo Radleys (unos Oasis de segunda línea). Pensándolo bien y escuchando Sueño Stereo y Wake Up! juntos ahora, hay más de un punto de contacto entre ambos. Sobre todo, la Beatlemanía.

Sin embargo, la “anglofilia” de Sueño Stereo es tan paradójicamente argentina: escuchen bien y encontrarán a Led Zeppelin (los más funky del ‘73, los más orquestales del ‘75) y a The Cure (los del ‘84). Pero sin la tensión ni la oscuridad de ninguno de los dos. Es un álbum que tiende a lo suave, lo calmo, lo laxo y lo relajado: las metáforas que usa Gustavo en las letras son el muaré y la crema. El cuidado de un niño,el refugio que representa una mujer, el ojo de las tormentas, la intimidad como protección del mundo: Sueño Stereo busca el «zen instantáneo».
Pero lo que más oímos, lo que nos exhibe la genética argentina del disco, es al último Invisible y el primer Almendra, combinados con un par de dúos súper under y experimentales de entonces, los Mulo (de ahí sale Alejandro Terán, arreglador de cuerdas) y los Estupendo.
Sólo Cerati era capaz de combinar cosas aparentemente tan alejadas. De eso se trataba Sueño Stereo: de cómo hacer que las cosas y las personas sean complementarias, estuvieran a la par, formaran pareja. La pregunta era: ¿Se puede soñar en stereo? La telepatía y la alta fidelidad entre el trío y sus fans -desde entonces y antes hasta hoy- darían una respuesta positiva: se puede.