¿Qué debates provocaron en Argentina las epidemias de cólera que salpicaron al país en el siglo XIX? ¿Cuáles fueron las huellas de todo tipo que dejó la fiebre amarilla que se descargó sobre Buenos Aires en 1871? ¿Por qué el médico rumano Hugo Marcus, en un libro de 1892, dijo que en esa ciudad sus habitantes eran “pálidos, taciturnos, excitables e inquietos”? ¿Qué rol jugaron las ligas de voluntarias en la lucha contra el cáncer, a lo largo del siglo XX en nuestro país? ¿Qué relación hubo entre la discusión por la reducción de la jornada laboral y las enfermedades cardiovasculares? Esas y otras respuestas aparecen en el reciente Enfermedades argentinas. 16 historias (FCE), trabajo editado por el doctor en Historia Diego Armus.
Un pantano en Tucumán, un depósito de cereales en Rosario, un muelle del puerto de la ciudad de Buenos Aires, son algunas de las locaciones donde los investigadores vuelcan su instrumental teórico.
En un departamento de Colegiales que da a un enorme patio de baldosas blancas, negras y marrones, Armus, porteño, profesor de Historia Latinoamericana en el Swarthmore College de Estados Unidos, recibe a Clarín para hablar del libro, en una charla que también incluyó al Covid-19 aunque el volumen intencionalmente no tiene un texto específico sobre esa pandemia.
–El libro se enmarca dentro de las “historias socioculturales de la enfermedad”. ¿Qué caracteriza a esta perspectiva?
–Es un campo de estudios historiográficos que empezó a desarrollarse hace treinta o cuarenta años, en distintos lugares. Hay tres líneas que fueron formándose con el objetivo de analizar la salud y la enfermedad como un problema histórico; una viene desde muy lejos y es la historia de la medicina, que se centra en los grandes nombres de los médicos. Después hay otra corriente, que es la historia de la salud pública. Y luego están las historias socioculturales, que buscan lidiar con la medicina, el Estado y la salud pública pero también con cómo las sociedades viven ciertas enfermedades. A través de esta perspectiva se señala que la enfermedad no es solamente un bacilo o un virus. Una enfermedad es un entramado de relaciones entre la política, la cultura, la economía, la sociedad y la tecnología.
–En el prólogo critica que, durante la irrupción del Covid 19, se multiplicaban las narrativas que decían que era lo mismo que había pasado en otra pandemia, o que el virus implicaba lo mismo en cualquier país del mundo…
–Exactamente. Confieso que me irritaba muchísimo ese tipo de narrativas extremadamente simplistas. Frente a esas narrativas transhistóricas y transnacionales, este libro permite discutir las enfermedades en una dimensión más localizada, aunque lo global está de fondo. Si realmente uno quiere estudiar socioculturalmente las enfermedades hay que localizarlas. La otra cuestión que nos proponemos es era analizar qué enfermedades devinieron problemas públicos. Todas las enfermedades que aparecen en el libro en distintos momentos lo han sido. Y son enfermedades con temporalidades muy peculiares. El tiempo de cada enfermedad no es similar al de la otra ni es similar al tiempo de la política. No es una invitación a despolitizar la enfermedad, sino a pensar que a veces los acontecimientos políticos no terminan organizar el ciclo de una enfermedad. La temporalidad de la lepra ha sido muy distinta a la de la tuberculosis, y esas temporalidades no necesariamente están marcadas por un golpe de Estado o por la ampliación de la ciudadanía social con el primer peronismo.
–En el libro se habla del peso de la hegemonía de la medicina diplomada. Durante la pandemia, en Argentina, con el comité de especialistas parecía corporizarse una representación rígida de ese tipo de medicina. ¿Coincide?
–Creo que lo que está de fondo es incertidumbre biomédica. Con el Covid pasó eso. Pero en la historia de las epidemias, lo que sucedió con el Covid es exitoso para la biomedicina. En dos años se logró una vacuna, con el HIV no se logró todavía.
–Este libro se armó en base a documentos impresos; ¿cómo se reconstruirá esta época, en donde no sabemos qué de todo lo que circula va a perdurar en un formato accesible?
–Es un tema importante, porque por otro lado hay una sobreabundancia de información. El Covid ofreció a los historiadores algo que no estaba en otras epidemias: la perspectiva de los enfermos. Durante el Covid, todos los enfermos contaban su historia. Y en ese sentido me gustaría remarcar que hay que tratar de captar esa perspectiva. La primera historiografía sobre las enfermedades se apoya en los médicos. Y la más reciente, foucaultiana, también. Además hay una bastardización de Foucault en donde se cree que el poder medico es tan grande que borra todo lo demás. La enfermedad es un espacio de control y de disciplinamiento pero también puede ser un agente social que permite identificar diferencias sociales y desarrollar políticas públicas. La exacerbación de todo esto es estar en contra de los hospitales y no hay manera de entender el mundo moderno sin los aportes de la biomedicina. Claro que Foucault es tan atractivo que se mete a todo el mundo en su bolsillo, pero es hora de leerlo con más cuidado. Lo mismo que al libro de Susan Sontag, Las enfermedades y sus metáforas. Muchas enfermedades tienen metáforas pero las enfermedades no son solo eso.
–En algunos ambientes intelectuales subyace la idea de que todo solo es discurso, que prácticamente no hay bases materiales…
–Si, absolutamente. Es un coletazo de lo que en los ‘80 se dio en llamar el “giro lingüístico”.
–En esos ambientes pareciera haber también un desprecio por la biología. ¿Coincide?
–Totalmente. Estas son cosas que venimos discutiendo desde hace tiempo. Existe el olvido o la ignorancia de la biología. El sustrato biológico de las enfermedades no puede ignorarse. El historiador Charles Rosemberg dice que si no hay consenso sobre el sustrato biológico de las enfermedades no podemos construir nada más. Es un problema muy serio.
–En el libro, en su texto sobre la tuberculosis, explica cómo se pasó de la “tisis romántica” a la “tisis de los pobres”. ¿Qué explica ese cambio?
–Antes que Koch descubriera el bacilo, sobre la tuberculosis eran todas especulaciones. Hasta 1870 se decía: “No sabemos nada de todo esto”. Llega la bacteriología moderna, que no es algo de un día para otro y todas estas cuestiones que asociaban a la tuberculosis como una “enfermedad del alma” pierden peso. La literatura decimonónica tuvo un rol importante en este registro de la tuberculosis como una enfermedad espiritual, romántica. La bacteriología moderna hace que quede claro que los que más se enfermaban eran los más pobres. Y se empezó a hablar de condiciones de vivienda, extensión de las jornadas de trabajo, etcétera. Igualmente, cuando Justo Suárez, el “torito” de Mataderos, muere de tuberculosis en 1938, la narrativa de los diarios es que la novia que tenía lo deja y por eso él entra en un cono de sombras. Era una inercia del siglo XIX.
–Si hablamos de paludismo, dengue y fiebre amarilla, aparece un factor común: el mosquito. ¿Cambió la mirada sobre él con los años?
–Hay toda una corriente que es la de la parasitología, sobre todo desarrollada por italianos desde fines del siglo XIX en adelante, que puso énfasis en los parásitos que los mosquitos acarrean. Es interesante el tema….hay 80 años en donde lo que siempre se habla es del mosquito. En el texto sobre el paludismo se recuerda que se creía que había un solo mosquito, los primeros esfuerzos antipalúdicos en el noroeste argentino se basaban en que había una sola especie de ese insecto. Después hubo un sanitarista muy bueno, Carlos Alvarado, que entendió que era otro mosquito y que había que combatirlo de otro modo.
–En el texto sobre cáncer, se recuerda al doctor Ángel Roffo, que ya hace muchas décadas hablaba de la “cancerofobia” en la sociedad. ¿Subsiste algo de esa fobia, cuando muchos medios ponen aún hoy “murió tras una larga enfermedad”?
–Puede ser que exista algo de eso, pero sin embargo se habla mucho de cáncer. Fobias instaladas había más con la tuberculosis, hasta empleados del correo trabajaban con barbijos por si las cartas que manipulaban contagiaban la enfermedad.

–Decía lo de “una larga enfermedad” porque pareciera que no pudiese escribirse “cáncer”.
–Sí, como “de esto no se habla”. A esta altura me parece que es más un tic de la escritura.
–En su artículo menciona que en muchas ocasiones la persona internada en el sistema de salud quedaba “como un niño sistemáticamente monitoreado”. ¿Sigue presente esa actitud hacia la persona que tiene una enfermedad?
–Eso es parte de cómo funciona la medicina hegemónica. Hay médicos en una onda menos distante, pero sí, desde el lado de lo médico sigue siendo dominante. Igualmente hoy habría que ver qué hace el paciente una vez que sale del consultorio. Lo que sí hay, con enfermedades que duran varias décadas es esta idea de educarlos en una cierta higiene. Ahí si aparece una idea de “si querés sobrevivir tenés que hacer esto”. Y son rutinas que tienen que ver con el triunfo de la higiene. Una lectura foucaultiana rígida diría que es una higiene impuesta porque disciplina los cuerpos. Creo que es impuesta pero también se busca, no hay que ser científico para saber que es mejor vivir con limpieza.
–También está en la propia palabra “paciente” la idea de que tiene que esperar, sea su cura, sean horas y horas ante la puerta de un consultorio, o en la cama de un hospital para que alguien le informe algo.
–Efectivamente. En La nación impura. Salud, tuberculosis y cultura (Edhasa) trabajo la idea del pasaje de enfermo a paciente. Cuando el enfermo entra en el mundo de la medicina, se medicaliza, y hay muchos fenómenos de ese enfermo leídos de determinada manera por la medicina y ahí se transforma en un niño. Pero bueno, también hay bastante rebeldía en esos “niños”.
–¿Qué otros temas podrían haber ingresado en este libro?
–Muy buena pregunta. En este libro hay muchas enfermedades infectocontagiosas, y el desafío es estudiar las enfermedades vinculadas a los estilos de vida. Hay en este volumen un texto al final (nota del r: “Los males del comer y del no comer”, de Ángela Aisenstein), y hay más haciéndose. Se puede analizar la historia del hábito de fumar en Buenos Aires. Durante 80 años fumar era una fiesta y en los últimos 30 años cambió todo. O el consumo del azúcar y la diabetes. O pensar los accidentes de tránsito. Creo que lo que venga de ahora en más serán más estudios enfocados en los estilos de vida.
–¿La salud mental no entraría?
–En este libro hay un texto sobre la neurastenia…el problema de las enfermedades mentales es para un libro aparte. Da para mucho…(piensa)…espero que alguien se haga cargo de eso (risas).
Diego Armus básico
- Estudió en la Universidad de Buenos Aires y es Doctor en Historia por la Universidad de California, Berkeley. Ha sido profesor regular e invitado en universidades argentinas, latinoamericanas, norteamericanas y europeas. En la actualidad reside en Nueva York y enseña historia latinoamericana en Swarthmore College.
- Como autor o editor publicó, entre otros, Sectores populares y vida urbana (1984); Mundo urbano y cultura popular. Estudios de historia social argentina (1990); Entre médicos y curanderos. Cultura, historia y enfermedad en la América Latina moderna (2002); From Malaria to AIDS. Disease in the History of Modern Latin America (2003); Cuidar, Controlar, Curar. Ensaios Históricos sobre Saúde e Doença na América Latina e Caribe (2004); Avatares de la medicalización en América Latina, 1870-1970 (2005).
- Recibió numerosas becas y premios de investigación de instituciones argentinas y extranjeras, entre ellas, el CONICET, la UBA, la OEA, CLACSO, las Fundaciones Interamericana, Mellon y Rockefeller.
- Su ensayo La idea del verde en la ciudad moderna, que es parte de La ciudad impura, recibió en 1995 el Premio La Nación al mejor ensayo histórico.
Enfermedades argentinas, 16 historias, de Diego Armus (FCE).