El botón «Aceptar» y el riesgo de la letra chica en las redes para niños y adolescentes

El botón «Aceptar» y el riesgo de la letra chica en las redes para niños y adolescentes

En un mundo atravesado por algoritmos, juegos en línea e infinitos videos ¿puede un niño o un adolescente realmente dar su consentimiento para ceder sus datos? ¿Saben sus padres a lo que los exponen cuando sacan cuentas en servicios digitales para los más chicos de la casa?

Entre vacíos legales y engaños, las grandes empresas encontraron la manera de conocer cada vez más a todos los integrantes de la familia.

La escena es cada vez más usual: después de mucho insistir, un niño de diez años logra autorización para jugar a Roblox o ver videos de YouTube con una cuenta propia que le permita suscribirse a canales y dar likes. De inmediato, aparece una ventana con los clásicos términos y condiciones que son largos, técnicos e indescifrables incluso para muchos adultos.

Cuando su madre o padre aprieta “aceptar” el niño sonríe pero ninguno de los involucrados sabe que desde ese momento su voz, su rostro y hasta sus tiempos de atención están siendo monitoreados, almacenados y analizados por un sistema de inteligencia artificial.

Si pensamos que, al igual que en otros espacios, el consentimiento informado es la mejor manera de asegurarnos un uso justo de las plataformas, el mundo digital se nos revela opaco, ya que en muchas ocasiones la información está deliberadamente oculta tras un lenguaje técnico y un texto engorroso.

Leer los términos y condiciones de YouTube llevaría alrededor de una hora, mientras que los de Whats-App y TikTok son más complejos y requieren al menos 90 minutos.

En el caso de los menores, además del contexto no hay opción: muchas escuelas exigen una plataforma como campus virtual y en todos los cursos hay apps muy populares.

Dejar a nuestro hijo afuera puede ser una decisión difícil de tomar. Así, el consentimiento parental se convierte en un trámite impuesto por razones logísticas o sociales. Y no es razonable pensar que un niño o adolescente pueda hacerlo solo. Aceptar no significa necesariamente entender.

Tal vez sea necesario repensar nuestro vínculo con las apps. Tenemos que abandonar la fantasía de que un clic equivale a una decisión ética y libre y trabajar en un modelo que reconozca la autonomía progresiva de niños, niñas y adolescentes sin esperar que entiendan como un adulto, pero explicándoles de forma adecuada las posibilidades y los riesgos de los diferentes entornos digitales. Se trata de tratarlos como sujetos, no como productores de datos.

El consentimiento real no es un formulario sino una práctica colectiva que implica educar, escuchar, regular y prevenir pero, sobre todo, que busca proteger y empoderar. En el mundo digital, los más chicos están expuestos como nunca antes: vigilados, perfilados y manipulados por algoritmos que entienden sus comportamientos a veces mejor que ellos mismos.

Si no trabajamos como sociedad en la redefinición del vínculo entre infancia, tecnología y consentimiento, estaremos consolidando un modelo injusto que mira como un mercado más cuando, en realidad, es el futuro de la Humanidad y merece más que un simple botón de “Acepto”.