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Nunca busqué con argucias y recomendaciones un trabajo, aunque fuera imprescindible para mi supervivencia. Me contrató gente a la que no conocía y siempre tuve la osadía de aclararles: “No quiero censura, solo pido que me dejéis contar lo que a mí me dé la gana”. Lo respetaron profesionales que tenían tan claro lo que esperaban de mí como Iñaki Gabilondo, Carles Francino, Julia Otero, Pedro J. Ramírez, Marta Robles o Javier Moreno. No tenían por qué estar de acuerdo conmigo, compraban un producto que funcionaba porque era distinto, con una capacidad evidente después de 50 años para conectar con el lector y con el oyente. Actualmente, no puedo leer en la mayoría de los periódicos más de 10 líneas que me animen a seguir haciéndolo, con artículos burdamente previsibles y concienciados, progresistas o reaccionarios según lo que marca el signo de los tiempos, aburridos, inocuos independientemente de su partidismo, una ciénaga de mediocridad expresiva y militante. En función de la nómina, de lo único que me creo desde el principio de la humanidad. O sea: ¿qué hay de lo mío?
Y observo, aunque cambiando de canal de forma espasmódica, algo que siempre me ha resultado vulgar, ágrafo, oportunista, malo, bobo, sensacionalista que se llama televisión. Ahora ofrecen política ideológica al gusto de cada consumidor, pero sobre todo sangre y salsa, que es lo que más le pone al acojonado y morboso espectador.
Y brutal el asalto de la publicidad. Algún poder político decidió hace muchos años que esta debía de ser restringida. Ahora los dueños de ese negocio implacable han descubierto que las antiguas normas están caducas y que pueden pasar totalmente de ellas. Incluso interrumpen la infame retransmisión de los partidos de ese prescindible mundialito para contarnos las bondades de no sé qué movidas, protagonizadas por el ilustre director J. A. Bayona. Y hasta los oficialistas telediarios de La 1 se paran para venderte alguna historia. Todo da asco, está protagonizado por el universo tecnológico y productivo de los ladrones de cuerpos y mentes. Pero ver la televisión produce directamente arcadas, es la exposición más grosera y analfabeta del mundo en el que vivimos.