Mundos íntimos. Mi abuelo no era raro, ni especial, ni tóxico. Tenía esquizofrenia y nos enteramos poco antes de su partida.

Mundos íntimos. Mi abuelo no era raro, ni especial, ni tóxico. Tenía esquizofrenia y nos enteramos poco antes de su partida.


Toda la familia de mi mamá estaba organizada en torno a él, a esa especie de sol sin pelo que hacía que todos orbitaran a su alrededor. Un tipo que no pasaba desapercibido ni en el ADN ni en las acciones. Lo del ADN, por momentos, parece aterrador: algo debió tener, algún gen lo suficientemente potente como para influir tanto en sus hijos, que le salieron fotocopiados en la cara y, lo más extraño, en la personalidad. Las acciones también eran un caso curioso, una serie de locuras que iban desde intentar romper un Guinness de subir y bajar escaleras caracol hasta hacer cuentas mentales y obtener los resultados antes que la calculadora.

De alguna forma u otra, mi abuelo era un genio, pero tampoco se escapaba de esa frase que dice que todo genio también es un loco. Sobre lo primero no había discusión: las risas, los recuerdos y las anécdotas siempre fueron unánimes. Lo segundo, en cambio, fue un caso aparte, un tabú que tardó años en salir a escena y recibir el protagonismo que merecía.

Al principio no entendía a mi familia, pero ahora creo que sí: cuando los años más lúcidos del abuelo fueron dando paso a la vejez, fue inevitable que les ganara la nostalgia de ese hombre bueno que los había acompañado casi toda la vida. Quizá por eso fingían demencia colectiva cada vez que él decía o hacía algo cuestionable, de lo que siempre acababa arrepintiéndose. Quizá por eso preferían decir: “Es un personaje”, y seguir con sus vidas, refugiándose casi siempre en las risas públicas y otras veces, las menos, en el llanto privado.

Por lo general, la secuencia no tenía cambios de actos, planos ni personajes: primero, llegaban el drama y la incertidumbre de los protagonistas; después, aparecía el alivio de que nada grave hubiera pasado, y más tarde, solo cuando las víctimas habían procesado todo, aterrizaba la anécdota ya edulcorada, con algunos condimentos ocultos (los peores). Luego, venían la calma y un comentario cualquiera sobre un asunto cualquiera que intentaba darle un volantazo a la conversación.

Gonzalo mira un mensaje que su abuelo llevaba a las iglesias.Gonzalo mira un mensaje que su abuelo llevaba a las iglesias.

Siendo sincero, la responsable de eso era mi abuela, y todavía al día de hoy me encantaría saber por qué piensa que, para resolver un problema, se necesitan dos manos, y siempre son las suyas. Quizá es un intento de inocular alguna dosis de feminismo orgulloso y defenderse de ese machismo encubierto en el que vivió durante ochenta años. O quizá con el abuelo el asunto era diferente y la respuesta eran el amor y su necesidad de respetar la privacidad de su esposo, aunque supiera que la gente promedio no hace esas cosas.

El personaje en cuestión nació en Tucumán y tuvo una infancia complicada, una historia llena de censuras que me llegó de a migajas y que terminé armando sin ayuda de nadie para tratar de entenderlo un poco más. Violencia, abusos, problemas familiares, un accidente que le golpeó el cráneo y estuvo a punto de mandarlo con Dios: no doy detalles porque no los tengo, así que apelo a la imaginación del lector, que no va a estar muy errada. Algo de todo eso debió haber para que lo demás saltara más tarde, unos setenta años después, y digo algo porque todavía nos cuesta llamar a las cosas por su nombre. Demencia colectiva, supongo.

Distorsión. La angustia y la desesperación se reflejan en “El grito” (1893) del artista noruego Edvard Munch, sensaciones que sufre mucha gente con problemas mentales.Distorsión. La angustia y la desesperación se reflejan en “El grito” (1893) del artista noruego Edvard Munch, sensaciones que sufre mucha gente con problemas mentales.

Antes de la etiqueta de personaje, mi abuelo se ganó la de fanático religioso. Creo que pocos sacerdotes podrían decir que echaron de su iglesia a uno de los mejores fans de Jesús porque el tipo se les paraba en la puerta y empezaba a volantear un par de verdades absolutas fotocopiadas.

Cuando varios templos rechazaron su intento de educar a los fieles, él no tardó en encontrar la solución: su hijo menor. Recuerdo pasarme por su casa los domingos y encontrar cajas con miles de folletos que ahora el benjamín de la familia debía repartir (no, lo de miles no es exageración). Al final, el abuelo suplente, el fanático religioso junior, terminó tomando el cargo y se llevó un par de pesos y menos muchos retos; parecía caerles mejor a los curas.

Sin embargo, el delirio religioso fue in crescendo. Recuerdo que una Noche Vieja, cerca de las 20, los relámpagos no daban tregua y el agua se nos venía encima, pero él se calzó el paraguas y caminó las siete cuadras que lo separaban de la iglesia, esquivando charcos y calles de barro. Y, mientras él alimentaba su fe entre cuatro paredes, también se alimentaba la tormenta, que no tardó en explotar y dejarlo varado.

Su salvador no fue un ángel, sino uno de mis tíos, que tuvo que arriesgar el auto para ir a buscarlo, no sin antes soltar una buena retahíla de insultos. De más está decir que el abuelo no escuchó ninguno: cuando el personaje volvió a casa, la amnesia familiar llegó con él y el Año Nuevo lo hizo tres horas más tarde.

También por ese tiempo me empezaron a llegar a oído parado las primeras contradicciones entre lo que rezaba y lo que hacía: unos ataques de celos que había tenido con mi abuela y un vecino que, supuestamente, era su amante. Al principio, se lo soltaba en privado, pero luego se animó a decírselo en público, algún que otro domingo o durante las vacaciones familiares. Todavía tengo la respuesta de mi mamá en la memoria, ese ”¡pero qué decís!” que soltaba por momentos con enojo, por momentos con indignación. De vez en cuando, le agregaba una pregunta, un “¿vos estás loco?”, sin saber que la respuesta era sí y que la íbamos a encontrar mucho tiempo después. La escena tras la discusión también era de manual: mi abuelo arrepintiéndose con lágrimas, algún que otro abrazo de consuelo y un comentario desesperadamente gracioso que alguien necesitaba tirar para cambiar la energía del ambiente, para devolverle las risas a esa familia que no se permitía tener cicatrices. Los hijos fingían demencia; el padre, lamentablemente, la tenía.

El primer diagnóstico fue, justamente, ese: demencia senil. Según una de sus tantas doctoras (el personaje tenía muchas y una buena hipocondría), podía ser un efecto mismo del cáncer de próstata, que lo venía persiguiendo desde hacía años. En principio, eso explicaba varias cosas: la locura empezaba a parecerse a una enfermedad, que era culpa de otra. Sin embargo, ese intento de diagnóstico no cambió nada. Al contrario, las situaciones se siguieron repitiendo como eternos déjà vus, a veces con tintes de violencia que nos ocultaban a los más chicos.

Fue una tarde, ya no recuerdo cuál (eso es el problema de los déjà vus, que uno ya no sabe cuál es la escena original), cuando los hermanos se reunieron y decidieron mandarlo a una psiquiatra, que le regaló un par de pastillas y una palabra que hasta entonces a nadie, ni siquiera a mí, se le había ocurrido: esquizofrenia. Y entonces me pareció mucho más lógico saber que el fanatismo religioso y los celos y los intentos de violencia y los momentos de doble personalidad tenían una explicación, tenían un nombre y, de alguna forma, también tenían un tratamiento. Eso sí, me siguió extrañando que nadie se hubiera dado cuenta; quizá por eso dicen que lo esencial es invisible a los ojos.

Tras el diagnóstico, las pastillas tomaron protagonismo, aunque las gargantas siguieron tratando de ocultarlas, mencionándolas apenas lo injusto y necesario. Se volvió casi un secreto y las bocas fueron tumbas hasta que llegó un sepulturero que las desenterró. Un sepulturero vestido de blanco, el dueño del geriátrico que recibió al abuelo en sus últimos años, cuando los problemas físicos empezaron a aumentar y mi abuela reconoció (de milagro) que no podía sola.

Recuerdo que un sábado al mediodía mi mamá volvió a casa y me tocó la puerta, con la mandíbula más cerca del piso que de los ojos. Yo, que la esperaba sin esperarla, la escuché contarme una escena surrealista, una discusión que había tenido con el enfermero que se había dado cuenta de la esquizofrenia de mi abuelo. Es porque nadie, ni mi abuela ni mis tíos, le habían contado de la enfermedad. Ese fue el clímax, el último giro de trama antes del último acto: ocultarlo hasta a quienes debían cuidarlo.

La caída fue gradual: mi abuelo terminó convertido en un intento de planta que te partía el alma y te hacía perdonarle con los ojos cerrados todo lo que había hecho. Al final, por desgracia para algunos y suerte para él, que casi no podía con el dolor, la muerte tocó la puerta del geriátrico y se lo llevó así como estaba, menos consciente de lo que pasaba a su alrededor, pero repleto de personas que lo fuimos a saludar su último día de vida porque él era mucho más que esa enfermedad incontrolable, porque él había sido, por sobretodo, un hombre con buenas intenciones, un buen padre, un buen hijo, un buen hermano, un buen esposo.

Que en paz descanse ese abuelo que intentó ser la mejor persona que pudo aun cuando la cabeza lo traicionó y le metió varios goles en contra. Quiero que sepa que sí lo logró, que su legado sigue vivo, a veces con risas, a veces con llantos, a veces también con un poco de demencia sana, pero sigue.