Calixto Bieito dirige arriba del escenario, acompaña con el cuerpo el trabajo de los actores. No es un director que da indicaciones sentado en la platea. En la primera pasada de la obra La verdadera historia de Ricardo III en la sala Martín Coronado del Teatro San Martín. Calixto realizaba gestos y expresiones para guiar a los actores como un director de orquesta. Cuando una escena le gustaba miraba con una sonrisa a su equipo creativo situado en la platea y levantaba el pulgar. Marcaba cuando un grito debía ser contenido (lo hizo en dos oportunidades con Ingrid Pelicori como la duquesa de York y con Belén Blanco en el rol de la Reina consorte Isabel Woodville) distinguiéndose como un director al que le importan las sonoridades.
Está en escena, en un tránsito por el drama bien cercano a los actores para capturar esos instantes preciados y para señalar algún cambio en el momento en que las situaciones se desarrollan. Pero lo que más me gustaba (y lo que habla de su singularidad) era cuando su mirada se dispersaba en la platea como si ya estuviera imaginando al público, como si pensara en sus reacciones.
Calixto estaba arriba del escenario para ver la obra desde el lugar de los actores. No dirige como un espectador sino como un actor o como un director – histrión que genera y modifica con su presencia lo que sucede, que va a cazar lo incapturable del devenir teatral
Siempre lo vi a Calixto arriba del escenario. En las jornadas cuando se pasaban escenas puntuales, desarmadas de la totalidad de la obra, él siempre hablaba encima del texto de los actores, pensaba en ese presente escénico, los llevaba a entender el subtexto, intervenía sobre sus cuerpos a la par de su desempeño.
Coro desmembrado
Antes del ensayo, cuando los actores y actrices pasaban letra amplificada por el micrófono en una especie de coro desmembrado de lo que después serían los parlamentos integrados a la obra, él parecía un explorador que observaba cómo se encastraba la escenografía, como se realizaban los movimientos de escenotécnica, como se dejaban marcadas en el escenario las posiciones.
El director catalán que hizo puestas de Shakespeare en alemán, inglés y sueco le pedía al equipo del teatro San Martín que grabara el montaje en video para poder reproducirlo con exactitud cuando él emprendiera un nuevo viaje después del estreno. Es necesario aclarar que esta obra se armó en cinco semanas (cuatro si pensamos que la última semana se dedica a los ensayos generales) y que el primer mes de ensayo estuvo exclusivamente dedicado a pasar y memorizar la letra sin el director que llegó a Buenos Aires a finales de mayo.
El trabajo de montaje de esta versión del texto escrito por William Shakespeare en 1592 está pensado desde la síntesis, desde la convivencia de espacios que unen distintas temporalidades. Por un lado está el texto original del siglo XVI traducido por Lautaro Vilo y editado en una dramaturgia conjunta de Calixto Bieito y Adriá Reixach para dejar lo esencial de la historia, pero los dramaturgos suman al drama isabelino la investigación realizada por Philippa Langley (Silvina Sabater) que permitió descubrir los restos del verdadero Ricardo III en el año 2012 en un estacionamiento de Leicester.
La puesta está narrada desde un código contemporáneo: un auto que alude al aparcamiento pero que es utilizado en diferentes escenas como parte de la trama de muerte y complot que arma Ricardo, un círculo de mesas que van a transformarse en pupitres o en estructuras más ambiguas y una configuración de pantallas. Ese estilo sacado, furioso y descabellado para abordar a Shakespeare hace posible la concreción de escenas que en la escritura original parecen imposibles.
Porque Ricardo III es una de las obras más complejas, incluso incomprensibles para el gran público del autor inglés. Si no se conoce mucho de la historia de Inglaterra y si no se estudia el drama, el material se vuelve confuso. Como ocurre con muchos textos isabelinos se trata de obras que, al haber sido armadas por fragmentos de copias que sufrieron modificaciones y al no conocerse, en muchos casos, el texto original, son susceptibles de estructurarse de distintas maneras y de soportar la supresión de escenas
El desafío de Calixto era poder contar desde una estética capaz de apropiarse de arbitrariedad de los textos shakesperianos que no se regían por el verosímil sino por una voluntad más efectista y, en el caso de Ricardo III, despiadada. Escenas donde los personajes son expuestos a una transformación extrema.
Una escena muy difícil
Al comienzo de la obra, Ricardo (Joaquín Furriel) se propone conquistar a Lady Anna (María Figueras) que está acompañando el cortejo fúnebre de su esposo al que el mismo Ricardo asesinó. Esta es una de las escenas más difíciles de toda la producción dramática shakespeariana. Furriel está caracterizado como un ser payasesco, salido de un cumpleaños infantil macabro.

Figueras arrastra una bolsa negra llena de pies de micrófonos que vienen a significar el cuerpo de su marido y que después serán usados por Ricardo como parte de su instrumentalidad política. La escena se cuenta desde la ferocidad, desde el acercamiento de los cuerpos en una suerte de batalla animal y enferma, lo que produce la mutación de Anna del desprecio a cierta aceptación del cortejo.
Calixto trabaja en esta puesta El Mal como un elemento contagioso y hace de la locura que impregna a todos los personajes un componente ligado al dolor insoportable pero también al miedo.
Es que Ricardo III puede contarse si se comprende el miedo que su figura podía despertar. Se trata de un héroe carente de virtudes, portador de un objetivo: llegar y mantenerse en el poder que conquista porque no posee ningún reparo al momento de matar.
La unión con el trabajo arqueológico permite discutir la caracterización de Ricardo III (que llegó al reino de Inglaterra en 1485 y permaneció allí dos años hasta su muerte a los 32 años de edad) realizada por Shakespeare, influenciada por el contexto político de la época isabelina. La Reina Isabel I era la nieta de Enrique VII, el rey que venció en la batalla de Bosworth a Ricardo en el marco de la Guerra de las Dos Rosas que inició el reinado de la Casa Tudor.
Por esta razón, Shakespeare debía presentar un villano sin límites al que imaginó deforme como un rasgo que impulsaba su maldad. El descubrimiento de los restos y la investigación de Philippa Langley que está en la línea de lo que los británicos llaman ricardianos (personas interesadas en reivindicar la figura del antiguo monarca) permitieron saber que Ricardo no era un adefesio al que a lo largo de la obra suelen insultar por su apariencia.

De hecho en el primer monólogo, Ricardo reconoce que como no puede amar, como hasta los perros lo repelen y las mujeres lo desprecian, va a dedicarse a hacer el mal. Calixto le decía a Silvina Sabater que su personaje estaba enamorada de un muerto por eso cuando ella descubre sus restos reconoce que no ve a un esqueleto sino a un hombre.
La elección de Joaquín Furriel para este personaje (un actor que no corresponde por sus rasgos físicos con el rol de Ricardo) viene a señalar esta disidencia con la personificación shakesperiana. A su vez Furriel es artífice de este proyecto. En los descansos de los ensayos él solía quedarse hablando con Calixto sobre escenas puntuales donde consideraba que debía acentuarse el misterio o la tensión y siempre estaba proponiendo elementos, creando en la inmediatez de los ensayos escenas que no estaban pautadas.
Una torta para la escena
Llevó una torta para la secuencia de la agonía del rey Eduardo IV (hermano de Ricardo y esposo de Isabel Woodville) para tentarlo como si fuera un diabético que encuentra en el dulce su veneno y también decidió abrazar y llevar cargado el cuerpo de Anna cuando, ya convertida en su esposa, muere en pleno estado de locura.
La puesta de La verdadera historia de Ricardo III está plagada de muertos. Luis Ziembrowski, Ingrid Pelicori, Belén Blanco, María Figueras, Marcos Montes, Luciano Suardi, Iván Moschner, Luis Herrera y Silvia Sabater están siempre en escena a cargo de varios roles y permanecen allí, incluso después de ser asesinados en una referencia shakesperiana ligada a las numerosas apariciones donde los villanos ven los fantasmas de sus muertos hasta el final de sus días

Fotos: Victoria Gesualdi.
Si Calixto pedía silencio cada vez que alguna idea surgía y no quería perderla, era en gran medida porque su puesta es osada (como debe ser cualquier creación escénica que tome una tagedia shakesperiana).
Una de las primeras escenas que vi montada en la sala Coronado fue la de la batalla final que aquí no sucede (Ricardo III fue el último monarca inglés en morir en batalla y puso fin a la dinastía de la casa Plantagenet) sino que es reemplazada por una situación onírica (bastante lyncheana) donde Ricardo está en una habitación infantil, configurada como un fragmento o desprendimiento de una calesita poblada de dibujos de caballos, y sus compañeros de colegio llegan a hostigarlo.
Los niños son los actores disfrazados de infantes. Un dato para señalar es que Ingrid Pelicori propuso arrastrar el cuerpo de Ricardo/ Furriel hasta el centro y Calixto aceptó probarlo y reconoció que era una buena idea para dejar como parte de la puesta.
Pensar en Ricardo III como un niño que sufrió bullying ayuda a completar la narrativa de la investigación arqueológica. Esa guerra donde la derrota es sellada en una súplica de Ricardo “Un caballo, mi reino por un caballo” ocurre en su cabeza, es el resultado de un trauma y está escindida del desenlace de la trama de engaños, manipulación y crímenes que él supo pergeñar y a los que todos los personajes obedecieron, más allá del desprecio y el odio que Ricardo generaba en ellos.
En esa estructura donde se articulan varios mundos la tragedia isabelina consigue dialogar con esta época al encontrar su resolución no en la emulación de una batalla sino en la transcripción o mutación de otra forma de guerra que ocurre en la diseminación de El Mal, en un componente más psicológico, en una crueldad que parece potenciarse en un hombre pero que es factible de tomar los cuerpos y las voluntades de su entorno.

El poder tiene una irradiación en esta obra de la que es imposible escapar, los personajes, más allá de su vigor, tienen algo de zombis en esa primera escena donde están sentados a la mesa con sus bonetes, pertrechados en la gracia ya perdida de un cotillón que cae en esos cuerpos adormecidos.