A diferencia de los bares rurales de los Estados Unidos, los Salooms, centro de la cinematografía sobre el lejano Oeste, su equivalente criollo, las pulperías, han sido relegadas por nuestra historia oficial a una especie de museo rural que evoca aquel sitio donde el gaucho “vago y malentretenido” iba a embriagarse, a buscar pelea o a perder sus escasos pesos en la taba o en los juegos de naipes.
La pulpería era el único lugar de encuentro posible para el gaucho en la inmensidad y soledad de la pampa. Allí, como señala algún poema gauchesco, la gente comprobaba que podía seguir hablando, después de días y a veces meses de no intercambiar palabras ni nada con ningún ser humano.
En algunas de ellas existían pistas de baile, e incluso pequeños teatros rurales como el que aún hoy se puede visitar en la pulpería “el Torito” en Baradero, provincia de Bs.As. El torito fue famoso por ubicarse en el cruce del Camino Real que conducía al norte del país y era el sitio de cambio de posta de caballos y de descanso de los famosos chaskis, aquellos bravos jinetes que oficiaban de correos.
Era común encontrar a estos bares de campo junto a las canchas de cuadreras y hubo una que tenía un caballito de adorno junto al mostrador en referencia a su nombre y terminó bautizando al barrio porteño de Caballito.
En su terreno podía asistirse los domingos a las carreras cuadreras o de sortija, a duelos verbales filosos en tono de payada y a duelo de los otros, como bien lo retrata el Martín Fierro de José Hernández.
Una de las primeras pulperías fue inaugurada por Ana Díaz, una de las mujeres que acompañó a Juan de Garay en la segunda fundación de Buenos Aires, allá por 1580. Lo poco que se sabe de esta mujer es que se trataba de una viuda de Asunción, posiblemente nacida en el Paraguay, y llegada a Buenos Aires con la expedición fundadora.
Su nombre está incluido entre los 232 beneficiarios del reparto de solares realizado por Garay. Su lote era el número 87 y ocupaba lo que hoy corresponde a la esquina sudoeste de Florida y Corrientes.
Doña Ana habría venido para acompañar a una hija, y en la recién fundada aldea porteña se casó con un mestizo llamado Juan Martín.
Se la puede ver en el inmenso cuadro sobre la fundación de Buenos Aires por Juan de Garay pintado por José Moreno Carbonero que adorna el salón blanco de la Jefatura de Gobierno de CABA. Allí está entre el estandarte y el rollo fundacional. Ana no estaba en condiciones de imaginar que donde ella instaló una pulpería habría cuatrocientos treinta y un años después un Burger King.
Por el 1810 existían en la provincia de Buenos Aires (que incluía a la capital) unas 500 pulperías. Casi la mitad eran atendidas por gallegos, y entre ellos don Francisco Alen, abuelo de Leandro N. Alem, el fundador del partido radical.
Las hubo rurales y urbanas y hasta algunas llamadas pulperías volantes, que se trasladaban siguiendo las cosechas. Las más sencillas solo vendían aguardiente de caña, grapa, ginebra, vino, yerba, tabaco, sal, galletas y azúcar. El aguardiente era la bebida de mayor consumo y la mayor provisión venía de San Juan y Mendoza.
Al igual que con la yerba mate de Misiones, la producción y comercialización estaban en manos de los jesuitas que monopolizaron el mercado utilizando mano de obra indígena. El vino se vendía “suelto” y el que se tomaba en las pulperías era el Carlón.
Otras pulperías fueron verdaderos almacenes de ramos generales con una importante provisión de alimentos, indumentaria e insumos para el campo. El pulpero solía tener el don de la yapa, el fiado, el trueque y el cuaderno de anotaciones. Pero abundaron también los patrones que les pagaban a sus empleados con vales que solo podían canjearse en la pulpería de su estancia.