Era 1885. Torcuato de Alvear, intendente de la ciudad de Buenos Aires, decidió tomar parte del trazado de un camino llamado Bellavista para crear una avenida a la que bautizó con el apellido de su familia para honrar a su padre, Carlos María de Alvear.
Ciento cuarenta años más tarde, en esas siete cuadras que van desde la Plazoleta Carlos Pellegrini hasta el monumento al mencionado intendente (una columna de mármol que se eleva en una de la plazoletas cercanas a la Feria de Plaza Francia) se concentra gran parte del glamour porteño y las señales de que alguna vez la capital argentina soñó con ser París.
Por lo pronto, sobran los palacios: entre otros, el Ortiz Basualdo (que hoy es la Embajada de Francia), el Duhau (que hoy es parte de la cadena de hoteles Park Hyatt), el Álzaga Unzué (que hoy es el hotel Four Seasons) y el Hotel Alvear Palace, cuya construcción duró 10 años hasta que se abrió al público en 1932 y fue declarado Monumento Histórico Nacional en 2003.
Habría que agregar las mansiones de la vieja aristocracia porteña y los negocios de marcas internacionales de ropa (Hermès), la casa de perfume más tradicional de Inglaterra (Creed), la perfumería de nicho más completa de la Argentina (Édition Privée, cuyo edificio parece un palacio), joyerías y tiendas de antigüedades, que han ido definiendo una estética y un estilo de vida: el de las clases altas.
En cuanto se liberan importaciones, vienen firmas internacionales….
Clarisa ChenloDueña de Clarísimo
“La Avenida Alvear es una de las más elegantes de Buenos Aires”, dice el historiador Felipe Pigna. “Muy parisina”, aclara. Pero no fue así siempre. “Originalmente era una zona popular. Recoleta era un lugar donde había carpas que servían también para hacer algunos bailes, y cambió muy fuertemente a partir de 1871, con la epidemia de fiebre amarilla, cuando mucha de la gente rica que vivía en el sur, cerca del centro del poder, o sea, en los alrededores de Plaza de Mayo, San Telmo, Monserrat, se mudó a la zona norte de la ciudad, lo que conocemos como Barrio Parque o Barrio Norte.
Y Recoleta fue uno de los lugares elegidos por las familias de alcurnia para hacer sus palacios. Muchos de ellos estaban y están en la famosa Avenida Alvear”, dice el autor del libro Calles (Planeta).
El pulso de un lugar icónico
Son casi las tres y media de la tarde y el sol ilumina la Avenida Alvear (entre Callao y Rodríguez Peña) solo a la mitad. Se ven los postes dorados de iluminación sin encender. Las puertas de los edificios de madera maciza y aldabas de bronce para dar el golpe de aviso.
De una de ellas se asoma Eduardo (52) y se dispone a mirar qué anda pasando en la calle. Es ayudante de portería desde hace casi 24 años. Vio muchas cosas en la Avenida Alvear, pero “a veces hay algunas que uno no puede creer”. No se refiere al lujo ni a las personalidades destacadas, sino a los robos.
Hace 9 años, vio cómo arrastraban a una mujer en una esquina de su cuadra. Dice que en 2001 la zona era más tranquila. También vio cosas lindas: “Acá teníamos Armani, Polo, Ralph Lauren”. Y señala algunos locales vacíos a los dos costados del edificio donde trabaja: “Se ponía una alfombra roja en toda la vereda. Era linda esa época”. Y repite como una letanía: “Era linda”. La alfombra roja llegaba casi hasta la calle Libertad.

También le gustaba cuando desfilaban los soldados del Regimiento de Patricios y los Granaderos. Son escenas que recuerda con alegría porque lo llenaban de orgullo. “Este negocio”, señala la tienda de antigüedades Ariete , en la Galería Alvear, “siempre estuvo, incluso antes de que yo viniera”.
Dándole la espalda al edificio, para cruzar a la Galería Alvear, hay que esperar. Primero que pase el bus rojo, el que lleva a los turistas a recorrer los sitios imperdibles de la ciudad. Después, que pase el amarillo, que hace lo mismo, pero con distinto circuito.
Cerca de la entrada, una vitrina enorme y decorada con gran variedad de objetos (saleros en forma de gorriones, un muñequito de la Reina Isabel II que mueve sus caderas al ritmo de la luz solar) dice: “Ariete since 1970”.
La estatua de un tucán que parece de vidrio es, en realidad, de acrílico. El primer cartelito indica que es una obra del artista brasileño Abraham Palatnik, “circa 1960”. El segundo, solo dice: “Reservado Sr. Santiago”.
Del edificio que está al lado de la galería acaba de salir una vecina. Un hombre emerge de Ariete y la intercepta: lleva unos platos que quiere mostrarle.

Ella los mira. Él le dice que tienen un reborde especial. Hay un diálogo cómplice, simpático, pescado al azar y desde lejos. Cuando se le pregunta a la vecina, ella afirma que si alguien puede hablar de la Avenida Alvear, ese es el hombre que salió de la galería, Walter Mektoubdjian (64), el dueño de Ariete.
El misterio del Sr. Santiago
Walter Mektoubdjian conoce desde chico a la Galería Alvear. Después del colegio, solía venir al local de Ariete, un negocio familiar fundado por su madre. “La avenida cambió”, dice. Y agrega: “Somos pocos los que estamos desde esa época. En cuanto se liberan las importaciones, vienen firmas internacionales, toman los locales y se da un cambio muy abrupto. Últimamente abrieron muchas joyerías”. Las siete cuadras del glamour porteño también viven al ritmo de las variaciones económicas del país.
Vendemos, no nos podemos quejar. Nosotros trabajamos.
Walter MektoubdjiánDueño de Ariete
Ariete representa marcas de lujo. También fabrica muchas “cosas autóctonas” en sus talleres, que venden a los turistas porque esta es una zona hotelera. “The best Argentine meat knives”, es decir, “Los mejores cuchillos argentinos para carne”, dice otro cartel de la vidriera.
También le venden a la gente del barrio. “La mayoría nos consideramos clase media”, dice, aunque piensa que, por el valor de las propiedades, la gente de la zona probablemente sea de clase alta.
La Galería Alvear se recorre como si fuera una “u”. En el extremo opuesto a Ariete, donde termina el recorrido, la vitrina de la inmobiliaria Guichon ofrece algunos ejemplos de cuánto podría costar un inmueble en esta zona.
Un departamento de cuatro dormitorios en Alvear y Parera, en un edificio al que se lo define como “de primera categoría”, con cochera, vista a jardines y vigilancia las 24 horas, sale un millón de dólares. Otro cartel promociona una propiedad en el Palacio Versailles, en Alvear y Callao, que además es apto profesional, a un precio de 380.000 dólares.
¿Se vende o no se vende en este presente tan particular? Mektoub-djian contesta: “Sí. Nosotros no nos podemos quejar. Trabajamos, y si no hay trabajo, venimos más temprano y trabajamos más”. Y el “Sr. Santiago”, el comprador del tucán, ¿quién es?: “No nos gusta dar nombres, pero si reservan una cosa, se aparta hasta que vengan”. Santiago es un conocido de Ariete. El misterio se acaba ahí.
Fantasmas y mansiones
La Avenida Alvear tiene su “mansión embrujada”. Al menos es lo que dice la leyenda del barrio. Está en la esquina de Rodríguez Peña y se la conoce como la Residencia Hume o Maguire. “Dicen que adentro está muy bien conservada y que la dueña, que vive ahí, no quiere vender”, informa Mektoubdjian. Nada sobre el mito, nada sobre los fantasmas.

Lo que se cuenta es que la propietaria se llama María Susana Maguire Duhau de Biocca y que nunca le abrió las puertas a nadie que no fuera de su “círculo íntimo” (a pesar de que, en 2002, la mansión fue catalogada como Monumento Histórico Nacional).
En un artículo periodístico se cita un comentario de Carlos Alfonso Biocca Iavicoli, esposo de la dueña, en el que dice que la casa está en buen estado. Que ellos viven en la parte de atrás y que la idea de mantener el aire tenebroso que hoy tiene la fachada principal es intencional: los ayuda a mantener un “perfil bajo”.
Desde la calle puede verse la puerta principal, las fauces de león incrustadas en las rejas negras y cerradas. La puerta de la reja tiene un candado y una cadena gruesa. No hay timbre, excepto en una puerta lateral. Si se toca, no suena. Nadie contesta. Detrás de la reja se acumulan las hojas secas.
Del otro lado de la mansión, en la explanada vehicular de ingreso al Park Hyatt, la gente llega o se va a pie o en auto. Si una se para unos segundos, vendrá un empleado en traje oscuro a preguntar si se necesita algo.
Desde ahí, se ve la reja que delimita ambos lotes: más allá reina el follaje alocado y el color oscuro de la piedra intervenida por el tiempo. La pequeña ventana de la mansarda lateral, donde podría aparecer en cualquier momento un fantasma, continúa vacía. Los dueños, ¿saldrán alguna vez? El empleado dice que a veces ve a alguien por la casa. Pero más no sabe decir.
Club de vecinos
Dos cuadras más adelante hacia la 9 de Julio, frente al Jockey Club (la mansión de Concepción Unzué de Casares, Alvear entre Libertad y Cerrito), un hombre con boina y chaqueta cazadora estilo inglés pasea a su perro, un Shiba-Inu. Es vecino de toda la vida del barrio y, amablemente, cuenta que en el café Clarísimo, a una cuadra (Parera y Alvear), se suelen juntar los habitantes del barrio.
Recoleta fue uno de los lugares elegidos por las familias de alcurnia para hacer sus palacios.
El negocio existe desde hace más de 30 años y su dueña es Clarisa Chenlo. “Es como un club”, lo define, “un lugar al que viene toda gente amiga, conocida, acá, de la cuadra”. Dice que el que entra, trata de acoplarse. Si llega alguien nuevo, todos intentan saber quién es.
Su mamá, la primera Clarisa de la familia, empezó el negocio. Solía vivir enfrente. Ahora es Clarisa hija la que viene todos los días. Dice que antes había menos confiterías e iba más gente. Le da felicidad enterarse de que algunos vuelven después de muchos años: “Me pasa que aparece un muchacho joven con los dos chiquitos y dice: ‘Mi abuela me traía a comer acá los crepes y los brownies’ Así que, te juro, eso es increíble”.

En Clarísimo Restó (Parera 187) también se sentaron alguna vez Isabel Martínez de Perón, Fernando de la Rúa y su familia (por ejemplo, después de las elecciones), Imanol Arias y Teté Coustarot, por nombrar sólo algunos comensales famosos.
Como Eduardo, el asistente de portería ya mencionado, Clarisa le teme a los robos. De hecho, la semana pasada entraron ladrones al local. No había nadie en ese momento. Dice que tampoco tiene mucho ahí. La Policía terminó atrapando a los delincuentes.
“Yo, que voy a las reuniones de BAFA, escucho que todos se quejan de ese tema”, agrega. BAFA es el Buenos Aires Fashion Distrito de Moda, una iniciativa reciente (inspirada en otros Distritos de la Moda en el mundo, como Milán), que nuclea a más de 200 negocios de la zona (que se extiende más allá de la Avenida Alvear) y que busca impulsar la actividad comercial y turística.
Clarisa les pregunta a unas mujeres que ocupan una mesa de Clarísimo si alguna tiene algo para contar sobre el barrio y sus cambios, puesto que muchas viven ahí desde hace mucho. Una se anima. Se llama Mercedes y fue toda la vida al Jockey Club.
“Para ir a la parte central a comer, los hombres tienen que vestir saco y corbata”, explica. Las mujeres no pueden entrar solas sino que tienen que ir acompañadas de un socio masculino. Tienen que llevar pantalón formal (no de jean) y zapatos (no zapatillas).
En el Bistró (Cerrito 1464), que es más informal, las reglas son más flexibles: los hombres pueden dejar el saco y la corbata en casa. “Las mujeres no somos socias”, dice, cuando aclara que el socio es en realidad su marido.
La Avenida Alvear tiene su «mansión embrujada». Al menos es lo que dice la leyenda del barrio.
“¡Es una cosa increíble!”, protesta. Acepta que es un club que hicieron los hombres, “lo entiendo”, repite, “pero me parece que hoy esa regla es ridícula porque dejan afuera a un montón de mujeres, de familias con chicos”.
“Si a mi marido le pasa algo, yo no puedo entrar”, se consterna. Hace cincuenta años que asiste al club y, aun así, si eso pasara, no la dejarían pasar: “Dependo de que un socio me invite habiendo ido yo toda mi vida”.
Recompensa
Desaparecido el sol, de regreso a la Mansión Maguire, alguien de la casa aparece y habla, aunque no quiere develar ni su nombre ni su edad. Cuenta que, además de los dueños, en la “mansión embrujada” viven las mucamas y los mayordomos. Que los dueños salen, que son gente simpática y educada.
Los empleados que los asisten usan uniformes. Vienen a la mente imágenes de mucamas de vestido negro, cofia y delantal blanco yendo al supermercado; de mayordomos en frac, quizás con moño. Aclara que el de los mayordomos es un esmoquin blanco con pantalón de traje. Pero hay que ir olvidándose de verlos en uniforme por la calle: solo se visten así para atender a los dueños, por ejemplo, durante el almuerzo o la cena.
Al salir de la mansión se cambian. Tal vez se pongan jeans y zapatillas para caminar por el barrio como muchos de los que pasean por la Avenida Alvear, la joya de Buenos Aires.