Observado el año transcurrido, una noticia basta para situarlo como emblema de nuestra época: en 2025, Estados Unidos ha roto su vieja alianza de 80 años con Europa, probablemente la de mayor duración de la historia. Las tropas estadounidenses no han hecho las maletas, ni han echado el cerrojo de ninguna de sus bases, al menos todavía. La Alianza Atlántica sigue existiendo sobre el papel, con su secretario general deshaciéndose en elogios para apaciguar a Donald Trump y evitar una ruptura escandalosa. Pero nadie puede llamarse a engaño tras los 11 meses de esta segunda presidencia trumpista, acreditada por su hostilidad hacia los europeos y su acercamiento a Rusia. Es dudoso a estas alturas que el Artículo 5 del Tratado Atlántico sobre la solidaridad colectiva ante un ataque exterior sea algo más que una vacía declaración.
No ha sucedido súbitamente, ni ha sido una sorpresa. Hace nueve años, cuando Trump alcanzó la presidencia por primera vez, alguien tan prudente como Angela Merkel ya señaló que los europeos debíamos responsabilizarnos por entero de nuestra seguridad. Con escaso éxito, pues difícilmente sucederá, si sucede, antes de 2030. Recién empezada la segunda presidencia trumpista, su vicepresidente, J. D. Vance, declaró su aversión hacia la Europa actual y expresó, en cambio, sus simpatías hacia la ascendente extrema derecha alemana. Para el número dos de la Casa Blanca, ni China ni Rusia son un problema. Lo es la Unión Europea. Y la solución, los partidos que denomina patrióticos, es decir, los nacionalpopulismos extremistas.
La gran reversión de alianzas que fue esbozada entonces ha quedado consagrada con la publicación por la Casa Blanca de la Estrategia Nacional de Seguridad, documento inspirado en gran parte por el propio vicepresidente, el personaje mejor situado como candidato a suceder a Trump y a proseguir sus políticas en 2029. Su alcance no se limita a Europa, y de ahí que haya suscitado análoga inquietud entre los aliados asiáticos, como Japón, Corea del Sur o Taiwán, que se sienten vulnerables e inseguros frente a China.
Nadie como Putin ha acogido con tanto regocijo un giro estratégico que convierte a la Unión Europea en enemiga de Estados Unidos, y a Rusia y China, los enemigos designados en la anterior estrategia trumpista de 2017, en interlocutores y socios para el reparto del mundo en áreas de influencia y para la organización del nuevo orden según la fuerza que tenga cada uno, en vez de las reglas comunes, con la consiguiente limitación de la soberanía de los más débiles.
La nueva estrategia no reconoce la paz en Ucrania como un objetivo en sí mismo, sino solo como medio para “estabilizar las economías europeas, prever inintencionadas escaladas o expansiones de la guerra y restablecer la estabilidad con Rusia”. No hay ni un solo reproche para Putin, sus vulneraciones del derecho internacional, sus crímenes de guerra o sus vulneraciones de derechos humanos. Se admite, por el contrario, que la OTAN no debe seguir aceptando nuevos socios, se reconoce el fracaso de la globalización promovida por Washington y se renuncia a las pretensiones de dominio unipolar de los últimos 30 años, todo para inocultable satisfacción del Kremlin.
Vista desde Rusia, esta nueva estrategia levanta acta de la desoccidentalización del mundo y de su ruptura definitiva con el internacionalismo de la Casa Blanca bajo 14 presidentes, sin discontinuidades a excepción del primer paréntesis trumpista. Trump ha repudiado a la Alianza Atlántica y con ella todos los principios sobre los que se construyó el lazo transatlántico en los primeros compases de la II Guerra Mundial, cuando Hitler había invadido Rusia, y Estados Unidos no había entrado todavía en guerra.
En la hora más oscura de Europa, en agosto de 1941, con el entero continente controlado por Hitler, el primer ministro británico, Winston Churchill, y el presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, firmaron la Carta del Atlántico, un documento que ha inspirado a la época que ahora termina. Más de 80 años después, Putin y Trump abominan de los principios que movilizaron a Churchill y Roosevelt en su combate contra el nazismo: el rechazo a las anexiones territoriales, la apertura del mundo a la libertad de comercio y a la libre navegación, la autodeterminación de los pueblos, la prohibición de las guerras de agresión y la promoción de sistemas de seguridad colectiva, concretados luego en la fundación de Naciones Unidas en 1945 y de la OTAN en 1948.
La historia es mera palabrería vacía para alguien tan vanidoso e ignorante como Trump. Movido por la codicia y la adulación, esclavizado por el presentismo instantáneo en su reacción compulsiva ante las noticias verdaderas y falsas de las redes sociales, ¡vaya si está haciendo historia! Pero su historia es como la de Macbeth, “un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que nada significa”.









