La orden fue simple. Seca. Definitiva: “Quémelo, Linares, quémelo”. En 1963, a solo 16 kilómetros de la meta, Carlos Menditéguy se quedó a pie. Venía ganando el Gran Premio de Turismo Carretera más importante de la temporada. Lo suyo no era simplemente liderar: era volar.
A esa altura le sacaba 16 minutos al segundo, una eternidad en una carrera. El polvo de los caminos parecía abrirse a su paso como si supiera que iba a ganar. El auto rugía como un animal salvaje. Faltaba un suspiro, nada más. Y entonces, sin aviso, el motor de su Ford estalló.
Charly sintió el golpe seco, el tirón en el volante, el silencio absoluto que hace mucho más ruido que las explosiones del motor. Frenó con oficio. Bajó del auto con calma, como si no hubiera prisa por entender lo inevitable. Sacó un cigarrillo, lo encendió y, mientras exhalaba la primera bocanada, apoyó los guantes en el capó aún caliente. No dijo nada. Ni un insulto. Ni un reproche. Solo un gesto.
Entonces se volvió hacia su copiloto, el Negro Linares, y con una serenidad que dolía, le pasó el encendedor. Dijo lo que había que decir, ni una palabra más. Era su manera de clausurar la derrota. Con estilo. Con furia muda. Con una teatralidad seca que lo definía mejor que cualquier biografía.
Ese día no ganó. Pero entró en la historia del automovilismo argentino. A lo grande, a lo Charly.
Deportista todoterreno
Carlos Alberto Menditéguy nació en Buenos Aires el 10 de agosto de 1915 y vivió una vida que, contada hoy, parece guionada por algún director con delirios de grandeza. Fue polista, piloto de Fórmula 1, campeón de paleta, top ten en el ranking nacional de tenis, scratch en golf, esgrimista, jugador de billar, boxeador amateur, criador de caballos, amante de actrices, figura aristocrática y tapa de El Gráfico por dos deportes distintos. Un sportman de época. Un mito en vida.
Los apellidos que lo rodeaban (Menditéguy, Estrugamou, Leloir) pesaban como el mármol. Era parte de la alta sociedad porteña, de una Buenos Aires que vivía entre estancias, copas de plata y reuniones en el Buenos Aires Lawn Tennis.
Desde chico destacaba en todo. Goleador en el colegio, crack en el tenis, compañero de cancha de Adolfo Bioy Casares. Pero lo suyo iba más allá de la habilidad: era una mezcla explosiva de talento y osadía. Nunca se conformaba. Iba por más.
En el polo fue una leyenda. En 1940, a los 25 años, ya tenía 10 de hándicap, un rango reservado a los mejores del planeta. Ese mismo año reemplazó a Manuel Andrada en El Trébol, un equipo que dominó Palermo durante cuatro años junto a su hermano Julio y los Duggan.
En 1942 integró también La Espadaña, campeón de Tortugas. En la cancha jugaba como en la vida: con elegancia desafiante. La bocha parecía obedecerle. Entrenaba él mismo sus caballos. Apostaba fuerte antes de cada partido. Ganó Palermo otra vez en 1954 y en 1960. Fue uno de los mejores polistas argentinos del siglo XX.
En 1956, se ausentó sin previo aviso del Gran Premio de Mónaco. ¿El motivo? Brigitte Bardot lo invitó a cenar. Y se fueron tres días a Saint Tropez. “No era una oportunidad para despreciar”, dijo.
Y como si fuera poco, también escribió una hazaña en el golf. La historia es legendaria: en el Golf Club de Mar del Plata discutía con un grupo de amigos sobre qué deporte era el más difícil. Varios dijeron “el golf”. Charly, provocador, respondió que lo difícil era el tenis.
Apostó mil dólares a que en un año sería scratch. Contrató a Emilio Serra, el mejor profesor del país, y le exigió exclusividad. Se entrenó cada día como un poseso. A los once meses, ganaba el torneo de Mar del Plata con hándicap cero. Roberto De Vicenzo lo resumió: “Eso es récord mundial”.
Su amor más profundo fue el automovilismo. Debutó en 1950, en Mar del Plata, con una Ferrari Sport. Dos años después arrancó en el Turismo Carretera, el campeonato más popular del país. En 1956 ganó por primera vez, en Olavarría, venciendo a los hermanos Emiliozzi por 38 segundos.
Luego vinieron triunfos en Arrecifes, Santa Fe, Córdoba, Mar y Sierras, Tres Arroyos… pero los Grandes Premios se le escapaban una y otra vez. Como si el destino se burlara, lo frenaba justo antes de la gloria. En 1960 ganó las tres primeras etapas del Gran Premio. Dominaba. Pero en la última, otra rotura.
En paralelo, brilló en la Fórmula 1. Debutó en 1953 con un Gordini. En 1956, junto a Stirling Moss, ganó los 1.000 km de Buenos Aires. Maserati lo fichó oficialmente. Corrió 11 Grandes Premios. En Buenos Aires, lideró durante 70 minutos hasta que un semieje roto lo dejó a pie. En Mónaco, llegó a estar tercero hasta que se estrelló a pocos metros del Mediterráneo.
Su campaña en Europa fue breve pero intensa. Fangio dijo que podría haber sido campeón del mundo “si se lo hubiera propuesto”.
Todo un seductor
Menditéguy se aburría de la rutina, despreciaba la obediencia. En 1956, se ausentó sin previo aviso del Gran Premio de Mónaco. ¿El motivo? Brigitte Bardot lo invitó a cenar. Y se fueron tres días a Saint Tropez. Cuando Maserati lo echó, respondió: “No era una oportunidad para despreciar”.
Ese mismo año, en Sebring, sufrió un accidente feroz. Volcó, salió despedido, fractura de cráneo. Tres meses de hospital. Fangio lo acompañó a diario.
Años después, Charly haría lo mismo por Juan Manuel Bordeu. Mientras jugaba al polo en Inglaterra, se enteró del accidente del piloto argentino en Silverstone. Detuvo el partido, habló con el Duque de Edimburgo, su rival ese día, y logró que lo atendieran en el mejor hospital británico.
Su fama de galán era internacional. Se le adjudican romances con Ava Gardner, modelos, aristócratas. Era un bon vivant con estilo. Jugaba a la paleta por dinero, entrenaba boxeo con Raúl Landini, criaba pura sangre con su hermano en el Haras El Turf.
Ganó los principales premios del turf argentino. Su figura era una mezcla de porte, misterio y magnetismo. El bigote perfecto, la sonrisa ladeada, la mirada de póker. Una postal de época.
Nunca quiso profesionalizarse. Para él, el deporte era un arte, una forma de vivir. No cobraba por competir: lo hacía por pasión. En tiempos donde todo empieza a medirse, él se permitía el lujo de vivir sin calcular. Amaba perder si perdía con dignidad. Y si ganaba, lo hacía con elegancia.
No hablaba con la prensa. Una nota mal escrita lo alejó para siempre de los medios. Su silencio sumó a la leyenda. Altanero, difícil, pero también noble y leal. Era el último exponente de una casta: la de los sportmen. Esos que competían por el honor, no por la billetera.
El 27 de abril de 1973, a los 58 años, falleció. Tenía Parkinson, diabetes, y el cuerpo gastado por la velocidad. Murió sin buscar gloria ni epitafios. En sus últimos años, el mundo había empezado a volverse más lento, más cuidadoso, menos audaz.
Ya no quedaban tipos como él, capaces de apostar todo por una curva, por una jugada, por una mujer. Rehuía los homenajes, los micrófonos, las condecoraciones. Tal vez sabía que los verdaderos mitos no necesitan explicarse.
Hoy su nombre circula como una leyenda de boca en boca, entre amantes del deporte, del riesgo, de la vida vivida sin atajos. Nadie puede contar del todo quién fue Carlos Menditéguy, porque él siempre iba un poco más allá de lo que se podía contar.
Y en ese exceso, en ese gesto final sin cálculo ni cautela, permanece. Como un revés perfecto. Como un auto en llamas. Como una huella imposible de borrar.