El mendigo que era millonario: una lección sobre la riqueza de la vida

El mendigo que era millonario: una lección sobre la riqueza de la vida

A comienzos de los años 40, los nazis avanzaban sobre Polonia. El miedo se respiraba en cada calle, en cada casa. Entre los judíos que vivían bajo esa sombra había uno con gran fortuna. Sabía que no sobreviviría. Antes de ser subido a los trenes, necesitaba confiar su legado a alguien íntegro: todos sus bienes estaban en bancos de Suiza y no quería que se perdieran.

Eligió al joven Rab Jaim Kreisworth, que después se iba a volver un gran rabino, un hombre cuya rectitud se percibía en la mirada. Le entregó un papel con toda la información, como si pusiera su vida en sus manos. El hombre rico no volvió.

El joven Rab Jaim, que también había perdido a toda su familia, guardó aquel papel como si fuera un pedazo de alma. Reconstruyó su vida después de la guerra, pero siempre con una misión: encontrar al heredero. Buscó durante años… sin éxito. Hasta que, un día que parecía como cualquier otro, un hombre descalzo y sucio se le acercó pidiendo unas monedas.

Rab Jaim le dio algo de dinero, pero algo en su voz y en sus gestos le provocó una sensación extraña. Comenzó a hacerle preguntas. El hombre dudaba, respondía con retazos de ciudades, nombres y recuerdos… hasta que, pieza por pieza, todo comenzó a encajar.

—¿Tu padre… se llamaba tal y tal? —preguntó, conteniendo la respiración.

—Sí… —respondió el hombre, con ojos de asombro—. ¿Cómo lo sabes?

Aquel mendigo era el hijo del hombre que le había confiado la fortuna. Durante veinte años había vagado por las calles creyéndose pobre… siendo millonario.

Rab Jaim lo ayudó a recuperar su herencia y le enseñó a administrarla con sabiduría. El hombre, que hasta hacía poco había sido pobre, aún no podía creerlo.

El rabino le pagó los pasajes a Suiza y le entregó los datos de la cuenta. El hombre viajó, retiró su dinero y regresó.

Durante mucho tiempo guardó silencio. Le costaba aceptar que había pasado media vida mendigando, mientras un tesoro lo había estado esperando.

Y aquí viene la pregunta: ¿era pobre o millonario?

En términos de posesiones, era rico. Pero como no lo sabía, vivía como un mendigo. Entonces… ¿Era rico o pobre?

Tal vez no haya una respuesta absoluta, pero sí una enseñanza: muchos vivimos de la misma manera. Caminamos por la vida como mendigos emocionales, pidiendo amor, atención, reconocimiento… sin darnos cuenta de las riquezas que ya tenemos: salud, familia, relaciones, aire para respirar. Y aun así, nos sentimos vacíos.

La ciencia lo confirma. El Estudio de Desarrollo Adulto de Harvard, iniciado en 1938 y aun en curso, siguió a más de 700 personas durante más de 80 años, evaluando su salud, trabajos, matrimonios, amistades y crisis. Muchos creían que la clave de la felicidad estaba en el dinero, la fama o la posición social. Sin embargo, las décadas demostraron otra cosa: las personas que envejecieron más sanas y felices no eran las más ricas ni las más reconocidas, sino las que cultivaron vínculos sólidos y significativos. Las relaciones sanas, la sensación de pertenencia y el apoyo mutuo resultaron ser el verdadero «tesoro escondido» que protegía tanto el cuerpo como la mente.

Esto me recuerda la historia de un anciano internado por COVID. Al recibir la factura, vio que el oxígeno costaba 10.000 dólares. Se puso a llorar. Su hijo le dijo:

—Papá, no te preocupes, yo lo pago.

Pero él respondió:

—No, hijo… lloro porque durante 80 años Dios me dio aire gratis, y nunca le agradecí.

Como dijo un rabino esta semana: les deseo que tengan vida de perros. Sí, vida de perros… que digan «¡guau!», ante un atardecer, ante un árbol, ante la sonrisa de alguien que aman. Que cada instante sea un recordatorio de que somos millonarios. De lo contrario, podemos vivir toda una vida como mendigos… rodeados de riqueza, pero sin saberlo.

(*) Rafael Jashes – Rabino