Cuando el fuego devoró el Museo Nacional de Río de Janeiro, hace siete años, se perdieron para siempre más de 20 millones de objetos, desde tocados indígenas hasta fósiles, esqueletos de dinosaurios o momias egipcias. Desde entonces, los trabajos de restauración avanzan lentamente. Pero, ante la ansiedad por una inauguración total que aún tardará —se espera para 2028—, sus responsables optaron por ofrecer al público un aperitivo: desde este miércoles volverán a mostrar, por primera vez tras el incendio, a un viejo conocido: el meteorito Bendegó, expuesto en el museo desde que abrió sus puertas, en 1892.
Los curiosos podrán visitar de forma gratuita tres salas en la entrada, incluyendo la monumental escalinata. Al traspasar la puerta del museo, se encontrarán de cara con el meteorito. Resistió impertérrito las altas temperaturas del fuego y ahora ejerce de símbolo de resistencia. A su alrededor, paredes recién restauradas, pero también otras totalmente carbonizadas, sucias y con desconchados, tal cual quedaron tras aquella fatídica noche del 2 de septiembre de 2018. El incendio fue causado por un cortocircuito en unos aparatos de aire acondicionado.
La idea es que los visitantes puedan apreciar el trabajo que han hecho los restauradores, dejando lado a lado el antes y el después. Más adelante, se terminarán de restaurar, pero hay una sala contigua (ahora aún cerrada al público) donde sí se dejarán a la vista enormes vigas retorcidas por el fuego y las paredes desnudas de ladrillo. Será el Espacio Memoria, una cicatriz para que quede constancia de la tragedia.
Tras el primer vistazo al meteorito, la mirada enseguida se dirige a las alturas. Desde la claraboya que ilumina la gran escalinata central cuelga un enorme esqueleto de ballena. Es un cachalote macho de 16 metros. La exposición que le acompaña invita a los visitantes a ponerle un nombre. La saga del animal tiene su aquel: fue encontrado moribundo en una playa de Ceará, en el noreste de Brasil, en 2014.
Pasó seis años enterrado bajo la arena, hasta que los responsables del museo, ya en busca de recomponer la colección perdida, se enteraron de su existencia. El esqueleto se recuperó, se desmontó y se volvió a ensamblar hueso a hueso en Río después de dos meses de trabajo. Ahora, tres toneladas sobrevuelan las cabezas del público. Lo cuenta orgulloso, durante una visita para la prensa al museo, Antônio Carlos Amancio, el único especialista en osteomontaje de cetáceos de Brasil. Estuvo en aquella playa en que encalló, lo enterró y 11 años después ha estado izando sus restos mortales en el corazón del museo. “Este es el cachalote más grande de Latinoamérica”, presume ahora satisfecho.
Otros atractivos de este tentempié museístico están en los detalles arquitectónicos y ornamentales que se salvaron del fuego, como dos estatuas de mármol de Carrara de los dioses Orfeo y Cibeles. Como muchas otras, adornaban lo alto de la fachada del museo. Las originales fueron restauradas y sustituidas por copias. En esta parte de la exposición temporal se repasa la historia del edificio.
El relato pasa de puntillas por una verdad incómoda: el que fuera uno de los museos más importantes de Brasil tiene su origen en la mansión de un portugués que hizo fortuna traficando con africanos esclavizados. Esta era su casa, antes de que en 1808 la comprara el rey portugués João VI para convertirla en residencia de la familia real. Fue palacio de reyes, emperadores y princesas hasta el fin de la monarquía, en 1889. Tras albergar la asamblea de la primera Constitución de la República, enseguida fue convertido en museo.
Devolverle el esplendor original no está siendo fácil. El presupuesto total de la obra de restauración es de 517 millones de reales (95 millones de dólares), pero aún falta captar el 33% para poder concluir los trabajos. La gran mayoría del dinero es público, aunque también aportan cinco empresas privadas.

El 80% de los tejados y el 75% de las fachadas ya están terminados, pero aún hay mucho que hacer, sobre todo en la parte trasera y en los anexos de este recinto de más de 15.000 metros cuadrados.
Capítulo aparte merece el desafío que supone recomponer la colección. Los responsables del museo llevan años llamando a la puerta de instituciones y coleccionistas privados de todo el mundo, y de momento han reunido 14.000 piezas.
La joya de ese futuro acervo promete ser el manto de los indígenas Tupinambá, una antiquísima y delicada capa hecha con las plumas de ibis escarlata. Volvió a Brasil en septiembre del año pasado, después de tres siglos en el Museo Nacional de Dinamarca, en Copenhague. Aún tardará en poderse visitar. Por ahora sigue en una sala especial, con condiciones de luz, temperatura y humedad muy controladas. Quienes sí lo ven con asiduidad son los indígenas tupinambá de Bahía, para quienes no es un objeto, sino un antepasado con el que pueden dialogar. La próxima semana acudirán de nuevo al museo para una vigilia.
Parte de los indígenas defienden que vuelva a su territorio original, a pesar de los desafíos para su conservación. La vicedirectora del Museo Nacional, Andréa Ferreira da Costa, descarta esa opción. “Estaremos siempre abiertos a sus visitas, a sus rituales, pero el manto fue una donación al Museo Nacional”.