Todo indicio, toda encuesta de cualquier color, todo análisis en general, coinciden en dos observaciones. El peronismo, con su variante kirchnerista en primer lugar, continúa despertando el rechazo de una mayoría o primera minoría de la sociedad y del electorado. Pero, a la vez, crece una bronca y hasta un “polo” antimileísta, harto de los modos presidenciales y, sobre todo, de que la baja inflacionaria ya no alcanza a amortiguar la pérdida del poder adquisitivo.
Inclusive, el relevamiento de este viernes de Zuban Córdoba y Asociados, una de las consultoras más respetadas del ambiente, consigna que ese disgusto con el Gobierno ya emparda o supera al favoritismo oficialista.
La tensión entre esos factores es el gran dilema de la política argentina de corto, mediano y largo plazo.
Los dos primeros son básicos porque hay elecciones de por medio. Nadie tiene mayor idea de qué puede ocurrir, respecto de cómo influirán los resultados en un Gobierno que de allí puede reaparecer magullado o -coyunturalmente- fortalecido.
Pero resulta que en el largo plazo tampoco hay certezas. Es decir: desde ya que el modelo económico de los libertaristas no tiene más destino que implotar, como lo revela toda constatación histórica y, en particular, el curso con que culminaron las tres M precedentes.
Sin embargo, ¿cuál sería la opción reemplazante real, en términos de una fuerza que fuese auténticamente opuesta a la vigente?
Hagamos un repaso ligero, pero imprescindible.
La derrucción de Martínez de Hoz y Malvinas se correspondieron con una recuperación democrática a la que, en su faz económico-financiera, le siguieron tanto la debilidad del gobierno alfonsinista como el golpe de mercado que le propinaron.
Tras los primeros y fallidos intentos del menemato para articular con lo poco que quedaba de la “burguesía nacional”, Domingo Cavallo instrumentó una de las fantasías colectivas más espeluznantes de que se tenga memoria. Equiparar al peso con el dólar duró un largo período de hipnosis masiva, hasta que la solidez se desvaneció en el aire. Pero Alfonsín y Duhalde, cuando todavía existían los partidos políticos, tripularon el estallido del 2001 que, dos años más tarde, daría paso a la administración kirchnerista.
Agotada o herida esa “anomalía” positiva, por deficiencias propias y circunstancias externas, los argentinos se entregaron a otra cana al aire para depositar sus esperanzas en manos de los dueños directos de la economía.
Mauricio Macri duró lo que un gas en una canasta y acabó cuando, a sus dos años de gestión, debió recurrir al sempiterno Fondo Monetario. Según vale el recuerdo para escudriñar las circunstancias actuales, todo empezó cuando no pudo sostener al país con divisas que no genera. Enseguida empalmaron eufemismos como “reperfilar”, hoy de nuevo en boga. Verbigracia por “llegado el caso, te pagará Cadorna los bonos que emito sin parar”.
En 2019, los versos macristas concluyeron en derrota de la derecha explícita porque Cristina inventó una salida ingeniosa para recuperar volumen electoral eficaz. Venció en las elecciones, sin programa estructural alguno que no fuera rendir al calabrés. Se valió de un candidato “moderado” que era la única forma de ganar excepto, naturalmente, que algún diletante continúe creyendo en las chances de que hubiera dispuesto un candidato radicalizado.
Se atravesó la pandemia con una eficiencia que la historia acabará por reconocer. Sin ir más lejos, basta imaginar lo que habría ocurrido si el Covid nos agarraba con Milei.
Superada esa instancia, el gobierno del Frente de Todos fue diluyéndose casi por completo en la confianza popular -estuvo a tres puntos y medio de ganar en primera vuelta- y arribó un escenario asimilable a lo distópico.
En eso andamos ahora con la novedad, al cotejarse las experiencias anteriores, de que la vista no llega hasta percibir una salida más o menos pronosticable.
No hay riesgo de quiebre democrático, en su acepción formal. No hay magia pasajera cavallista que trace dibujos de estabilidad segura. No hay partidos como tales, con figuras claramente sobresalientes o consensuadas. No hay condiciones -o vocaciones específicas, por ejemplo y nada menos que acerca de cómo afrontar la deuda externa impagable- para superar emergencias.
En pocas palabras: entre que el pasado huele a rancio y que el Presidente es, de piso, un desequilibrado conceptual atado a su Hermanísima, y de quien ya desconfían sus propios auspiciantes del establishment, objetivamente no se ve cuál pujanza político-social estaría en actitud y aptitud de sustituirlo.
¿Qué sería? ¿Una coalición “del centro a la derecha”, que dé imagen de tener mayor “responsabilidad institucional”? ¿Una “del centro hacia la izquierda”, que recupere ciertas invitaciones a la soberanía política, a un mayor equilibrio de las injusticias sociales, con propuestas de urgencia productivas y distributivas? Y en ambas eventualidades, ¿con qué liderazgo? (salvo, por supuesto, que alguien sea capaz de creer que empresas de esa naturaleza, o de prácticamente cualquiera, pueden llevarse a cabo sin una conducción firme, renovada y confiable).
Sin siquiera proyectar a ese largo plazo, preguntas como éstas se revitalizan porque, entre los ruidos de la cotización verde que sólo los desentendidos tilingos o interesados podrían no apreciar, hay un recurrente e incrementado olor a tembladeral financiero.
El copete de la nota de portada en Página/12 de anteayer lo resumió perfectamente, bajo el título de “Tasas Locas”.
“Los desesperados parches que el Gobierno improvisa, para evitar que los 6 billones de pesos que no consiguió refinanciar se vayan al dólar, no convencen a los mercados y, encima, descalabran la ya golpeada economía de empresas y familias. La insólita suba de tasas congela la producción. Hace impagables los préstamos personales y los saldos de las tarjetas de crédito”.
Luego, el artículo de Juan Garriga describe que las pymes, especialmente, deben afrontar un costo de endeudamiento que, en términos reales, se encuentra entre los máximos de los últimos años.
El recuadro que acompaña la nota cita la advertencia de Miguel Pesce, ex presidente del Banco Central, en torno a que la deuda “ya aumentó más de 100 mil millones de dólares durante la gestión de Milei”. Impulsa una política que “fuerza una recesión ya visible en todos los sectores”.
Empero, si acaso el radical Pesce fuera considerado como uno de los tantos mandriles comunistas que suele denostar el sujeto inclasificable en ejercicio de la Presidencia, bastaría con reproducir lo que señala la ex mano derecha de Joe Martínez de Hoz.
Dice Ricardo Arriazu que la proyección inflacionaria para este año ya trepó del 18 al 27 por ciento. Y que “el único beneficio es que no le pueden decir que atrasan el tipo de cambio, pero igual se lo dicen”.
Podría tomarse también lo que advierte la consultora más amigable del poder concentrado, Management & Fit. Siete de cada 10 consultados están en contra de la decisión oficial de vetar. En el núcleo duro de Milei, entre 5 y 6 de cada 10 no acuerdan con seguir recortando a los jubilados y partidas de asistencia a la discapacidad. El rechazo a la resolución de ajustar sueldos y presupuesto del Garrahan supera el 60 por ciento.
Las acciones de los bancos se desploman. Y en Wall Street se derrumbaron asimismo los valores bursátiles argentinos, tras los anuncios gubernamentales de endurecer la política monetaria en su intento por contener la suba del dólar. Este viernes, al mediodía, fue título de cabeza en el portal del diario La Nación, de indubitable tendencia troskista.
Jamoncito contestó a estos datos retomando sus efluvios soeces, además de pretender cargarle la tragedia del fentanilo al gobierno bonaerense luego del papelón inolvidable, ¡en TN!, del coloso Sturzenegger. Lo hizo al presentarse en un raleado reducto platense, al que semi-llenó con una banda de micros que arrastraron gente al, decían él y sus libervirgos, mejor estilo kircho.
Un dato interesante, trascendido de esa puesta en escena, es que el Presidente llegó a contemplar la posibilidad de no asistir porque, en visión literal, no había nadie. Terminó yendo en función de que su inasistencia habría sido un papelón mayor.
Como fuere y a pesar de eso, volviendo al corto o largo plazo, la incógnita que se impone es la siguiente.
Con todos sus dislates y la economía entre estos enormes signos de interrogación, el antiperonismo histórico y las franjas juveniles desencantadas que votaron a LLA -mayormente masculinas, entre 16 y 25/30 años- tienen todavía a quien las representa. A disgusto o enojo, incluso. Es Milei.
¿A quién tiene, en lo personal y propositivo, lo que el convencionalismo denomina el “campo nacional y popular”?
Es otra pregunta muy desafiante.
Tiene a favor de su respuesta aquello de que Argentina nunca para de producir sorpresas.