A partir de los cincuenta años, mi vida sexual comenzó a ponerse interesante. Antes había sido lo obvio para una chica de mediados del siglo pasado. Calenturas insoportables hasta el día del casamiento, sexualidad matrimonial domesticada hasta el día del divorcio. Después, los tiempos del sexo compulsivo y culposo. (…)
Me inicié en la práctica sexual a los veintiún años, no sin haberme provisto de las dos libretas que me habilitaban legal y religiosamente a acostarme con un hombre. Aunque mi espíritu no era tan virgen como mi cuerpo. Pues a pesar de aceptar sin chistar todas las ñoñerías que les imponían a las señoritas de entonces, me había atiborrado con textos místicos, ocultamente pornográficos e indiscutiblemente sádicos.
Con ellos alimentaba mi sexualidad reprimida y satisfacía mi masoquismo elemental. Evoco la Biblia, que leí dos veces desde el enigmático verbo del principio hasta el catastrófico apocalipsis del final, pasando por masturbaciones, violaciones e incestos. Fue mi segunda lectura erótica; la primera había sido el Catecismo de la iglesia católica, que me preguntaba si había hecho “cosas malas”; la indefinición del término lo tornaba transparente, despertando oleadas de mórbida atracción. (…) Me revelaba posibilidades inimaginables.
Con mi novio nunca se nos permitió salir solos y en casa siempre había un familiar “relojeando”.
La moralina familiar de humildes inmigrantes españoles y el adoctrinamiento de las monjas me habían convencido de que solo siendo adulta y casada podría acceder a esas cosas, aunque mis rudimentarios saberes las concebían mucho más ingenuas. En aquellos tiempos no se conocía tele ni internet, las niñitas de antes solo teníamos fe. (…)
Todo lo referente al deseo me producía culpa. Con esa mochila penetré en la vida sexual. Mi desfloración fue en San Clemente del Tuyú,en el mítico Hotel El Águila, un lujo para nuestros bolsillos de recién casados. Deseo y enamoramiento sobraban; brillaba por su ausencia, en cambio, la práctica sexual, la más mínima técnica. Éramos un par de chicos inexpertos y vírgenes. Una vez le había preguntado a mi mamá de dónde venían los bebés y por hablar de esas cosas me trató de puta. Con mi novio nunca se nos permitió salir solos y en casa siempre había un familiar “relojeando”.
Pero llegó el día. Mi flamante marido cerró la habitación y sin juego amoroso previo, en frío, a dos metros de distancia y bajo una luz humillante, me ordenó desnudarme. Obedecí con infinita vergüenza. Él se quitó torpemente la ropa y apareció ese miembro algo obsceno. Cuando en mis célibes noches calenturientas había soñado con abrazar a Gustavo Adolfo Bécquer no imaginaba que los hombres pudieran tener tal monstruosidad entre las piernas. Me sentí descuidada. El despropósito carnal y la indiferencia existencial lograron que mi excitación se evaporara. Pensé, decepcionada, ¿esto es un hombre? (…) Ese desencanto crucial instauró casi tres décadas de sexo desangelado.
Después de cuatro años de relación legal, todo había terminado, no sin violencia. Luego, convivencias y relaciones furtivas abundantes y mediocres. Hasta mis cuarenta años contabilicé cada varón con el que me acosté. Y corté por lo sano. Dejé de contarlos, no de frecuentarlos. De todos modos, con el paso del tiempo disminuyó la cantidad y se incrementó la calidad; y puse en valor los genitales masculinos.
Bordeando mi medio siglo, manó miel de las brevas. Mis hijos se independizaron, me doctoré, opté por relaciones sin convivencia, experimenté con estimulantes y con hombres jóvenes, reciclé mi refugio de San Telmo, me llené de música y se me retiró la menstruación. Me trajo de yapa orgasmos en cascada. Fue como capturarle el código a la vida, porque las hormonas no te compulsan hacia el sexo pero sí la imaginación, que, mediante estímulos, despierta minicalenturas y fantasías eróticas.
Las mujeres de mi edad solemos quejarnos de las arrugas en lugar de festejar que el cuerpo haya dejado de escupir sangre. No más ropa manchada, ni aparición justo el día de la primera cita, ni olor nauseabundo, ni temor a la preñez. En cuanto a las flaccideces, se asumen con naturalidad o se recurre a atenuantes tecnológicos. Yo opté por lo segundo.
Mi medio siglo me trajo de yapa orgasmos en cascada.
Esther DíazFilósofa argentina
Nuevas puertitas se fueron abriendo. En un viaje a Machu Picchu, entre apunamientos y mochilas, me regocijé calentando las heladas camas de los albergues con jóvenes compañeros de aventura. Regresé encantada, el sexo que durante años había sido una necesidad engorrosa ahora fluía con naturalidad. Recién entonces comprendí que mi cuerpo no se cachondea con hombres de mi edad (o mayores). Hasta entonces había respetado el principio machista de que las mujeres no deben tener parejas menores que ellas. Transgredí ese imperativo y logré mi plenitud.
Me apasioné con la estética del rock. Cuero, tachas, crestas, Pink Floyd y toda la parafernalia que en los dorados sesenta no pude gozar porque me la pasaba lavando pañales (no existían descartables). Con mi nuevo look dictaba clases en el CBC, donde fui profesora titular de Pensamiento Científico durante veinte años. Pero en la misma época en que me animé con los muchachos, comenzó el reconocimiento público de mi trayectoria y -como por arte de magia- se esfumaron los candidatos. (…)
En un período de alarmante escasez fantaseé con pagar por sexo. No tengo prejuicio si es mutuamente consentido y entre adultos, pero les temo a las citas a ciegas y a la prostitución crapulosa. (…) Encontré algo que venía como anillo al dedo. Existen universitarios que, además de estudiar o ejercer su profesión, funcionan como surrogate partner. El término en inglés intenta disimular lo obvio, son prostitutos. Se relacionan con sexólogos que se los recomiendan a sus pacientes. Garantizan honestidad y buen rato. Me conectó una amiga.

Fotos: Alfredo Martínez.
Primero llamé a un pornopsicoanalista frío como la muerte. Seco y distante. Ese trato glacial apagó mis fogatas. Tampoco pasamos más allá del teléfono con un aprendiz de contador. Ofrecía sus servicios en horarios de oficina y en el microcentro. Olía a corralito bancario. Mi deseo se disolvió como lo habían hecho mis ahorros. (…) En compensación, a esa altura de mi vida se me reveló el divertido mundo de los juguetes sexuales y los videos hot. Aunque vinieron con chasco, porque el señor que me incitó, en realidad, los quería para él y cuando los probó se tornó más pasivo que una muñeca inflable.
Transitando ya mis setenta, me requirió un alto funcionario. Perfil que no cotiza en mis gustos. Pero cedí, me confesó que era transexual y se me dispararon todos los ratones. Anatómicamente nació mujer, pero se sentía varón y se vestía como tal. Había realizado la ablación de su aparato reproductor.
El uso de hormonas le proveyó barba y voz de trueno. Estaba a punto de operarse para tener genitales masculinos. Mientras tanto se arreglaba con prótesis, aunque esa palabra estaba prohibida, había que decir pene, en versión soez. Sus brazos eran férreos a fuerza de entrenar con pesas.
En nuestro segundo encuentro pasó de las caricias a los apretones en partes muy sensibles de mi cuerpo. Mis protestas potenciaban su avidez. Me sometía atenazándome mientras chuponeaba agresivamente. Después de debatirme largo rato -mejor dicho, de sentir la inmovilidad a la que me había reducido- emití un grito tan desquiciado que lo desconcertó. Aproveché para huir. Teníamos pocos años de diferencia, era más joven que yo, pero se trataba de una persona mayor. Es obvio que, como a mí, el crepúsculo no le apaciguaba el sexo (sé que no somos los únicos).
Entonces, ¿por qué nuestra sociedad hace invisible el deseo de los viejos si el sexo no tiene fecha de vencimiento?