La política argentina ha alcanzado un nuevo pico de cinismo. Y lo más preocupante no es solo la falta de propuestas serias, sino la estafa evidente que se prepara a la vista de todos, y con nuestra complicidad: candidatos que no representan más que intereses partidarios, listas llenas de nombres testimoniales y un electorado agotado que, tal vez, ya ni se indigne. ¿Lo entiende el pueblo? ¿O volverá a caer en la misma trampa disfrazada de democracia?
Argentina se encamina hacia una nueva elección y los partidos se reciclan con la destreza de un estafador profesional. Peronistas mañosos, libertarios que aprendieron demasiado rápido las trampas de la casta que prometieron destruir y una tercera vía conformada por voluntades insatisfechas que manotea desesperadamente para no desaparecer del radar político. Todos hacen lo mismo: simulan apertura, exhiben “nuevas caras” (que en realidad son viejos nombres con redes sociales) y ofrecen un espectáculo vacío.
Basta observar el armado de las listas. En su gran mayoría son una ficción electoral, donde lo que menos importa es la capacidad legislativa. Muchos de los que encabezan ni siquiera asumirán sus bancas: son “testimoniales” que sólo sirven para sumar votos. Una burla institucional. ¿Cómo es posible que se naturalice que un candidato gane sin intención de ejercer el cargo para el que fue elegido?
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La principal función de un legislador no es sacarse selfies ni gritar en televisión. Es redactar, revisar y derogar leyes que regulen la convivencia, controlar al Poder Ejecutivo y representar los intereses del pueblo. Pero en Argentina, el Congreso se ha convertido en un teatro de egos, donde los fuegos artificiales importan más que el contenido. El respeto, la coherencia y la veracidad parecen haberse evaporado.
Este problema no es nuevo ni exclusivo. En Brasil, durante el auge del Lava Jato, se descubrió cómo decenas de legisladores eran meros engranajes de una maquinaria institucional corrompida. En España, las listas “sábana” del PSOE y del PP ocultaron durante años nombres sin trayectoria, puestos a dedo por conveniencia interna. No es casual que hoy el PSOE circule cada semana por los pasillos de la Justicia. En Italia, con su Congreso sobredimensionado, muchos parlamentarios se dedican más a cuidar su sillón que a legislar. Basta recordar la pelea a puñetazos en el Parlamento italiano que terminó con un diputado, Leonardo Donno (del Movimiento 5 Estrellas), evacuado en silla de ruedas tras intentar colocarle una bandera en la cara al ministro Roberto Calderoli. Fue expulsado del hemiciclo y atacado por parlamentarios de la Liga. El grotesco se globaliza, pero no por eso debemos normalizarlo.
Sin embargo, a diferencia de nosotros, en muchos de esos países hay una prensa, una Justicia o una ciudadanía dispuesta a alzar la voz.
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En Argentina el electorado viene golpeado. Está harto, sí. Pero ese hartazgo se traduce más en resignación que en rebelión democrática. Y ese es el terreno fértil donde los mismos de siempre vuelven, maquillados de cambio, a quedarse con todo.
Milei llegó gritando contra la casta y hoy arma listas con punteros reciclados y militantes obedientes. La Libertad Avanza se convirtió en una escuela acelerada para reproducir lo peor de la política tradicional. Y el peronismo, maestro de la supervivencia, se reagrupa detrás de aparatos, sellos y candidaturas vacías, sin que importen causas judiciales ni prontuarios.
El Congreso no es un club de teatro ni una agencia de empleos. Es el corazón de la República. Y si seguimos eligiendo figuritas oportunistas y testimoniales, entonces no será la clase política la que nos estafe, sino nosotros mismos los que entregamos el voto como un cheque en blanco a quienes ya sabemos que no van a cumplir. Votar con conciencia no es un acto menor: es impedir que se la lleven de arriba.
La política exige profundidad. Exige compromiso. Y, sobre todo, exige memoria. Porque el futuro no se construye con slogans ni con shows: se construye con ciudadanos que sepan decir “basta” antes de que sea demasiado tarde.
«La política debe ser la lucha por el bien común, no el refugio de los sinvergüenzas» — Adolfo Suárez (primer presidente democrático de España tras Franco).
ML