En las sepulturas del Cementerio General de Santiago, el aspecto de los racimos de flores, varios secos, algunos frescos y vigorosos, delata el tiempo transcurrido desde la última vez que alguien visitó a los difuntos. Cerca de la puerta de entrada de avenida Recoleta, la menos turística, donde no figuran los imponentes mausoleos de antaño, Ana Muñoz, de 72 años, se encarga de limpiar y a veces decorar un conjunto de tumbas. Antes de ella, su madre era la responsable de ese pedazo de tierra. Y antes, su abuela. Sus antepasados cuidaron el lugar de descanso de las mismas familias y, de generación en generación. El cementerio y la mayoría de quienes trabajan en él dependen de la Municipalidad de Recoleta. Pero los cuidadores como Ana pertenecen a otra tradición: una que hilvana a los muertos y sus familias con quienes preservan el espacio donde yacen sus restos. Abuela, madre e hija han estado aquí porque cobran a las familias por cuidar los sepulcros, es su oficio.
Ana viste una cotona azul, calzas negras y zapatillas grises. Nació en noviembre de 1952 y es cuidadora de un pequeño pedazo del cementerio. A principios de los años 30 su abuela, Carmen, llegó a mantener limpio ese lugar gracias al dato de un amigo. Ana describe a su abuela como una mujer sacrificada y aguerrida, que vivía a minutos del cementerio. Sus nueve hijos asistían a un liceo cercano y después de las clases, se iban a las tumbas. “Mi mamá, Flor María, y mis tíos se criaron aquí”, relata Ana.
Cuando Carmen murió, a mediados del siglo pasado, su hija Flor María la reemplazó. Ya se había casado y formado familia, por lo que Ana, junto a sus tres hermanos -dos mujeres y un hombre-, también se criaron entre sepulturas ayudando a su madre, a quien recuerda fumando un cigarrillo tras otro. Ella es la única que siguió la labor. El primero de noviembre y el día de la Madre eran las fechas clave para cerrar los tratos con los familiares dueños de las tumbas. “Las familias sabían que mi abuela había sido cuidadora”, cuenta Ana. El 2015 su madre enfermó. A partir de ese momento, comenzó a reemplazarla paulatinamente en sus labores. Al principio, acudía solamente los viernes. Luego fue sumando más días. Hace 14 años que trabaja de manera exclusiva en el cementerio donde, de lunes a sábado, poda, riega, limpia y mantiene dignos los sepulcros.
“Hoy vienen muchas menos personas que antes, porque también hay más cementerios”, explica Ana, quien perdió a su madre hace dos años. El espacio que resguarda no es muy extenso. Se encuentra en la avenida Limay, en el patio 95 del cementerio. Su oficina es una caseta con diversas herramientas de jardinería, como regaderas improvisadas con botellas plásticas, tijeras de podar, palas, escobillones, guantes y rastrillos. Por último, una cocinilla a gas para calentar su almuerzo, dado que en el cementerio no hay luz eléctrica. “Riego, podo, barro y los acompaño”, cuenta Ana. Vive a cuatro estaciones de Metro y llega diariamente a las nueve de la mañana. Cerca de las 15.00 horas se retira, porque las tardes y más aún las noches, es un lugar peligroso: “Han robado trozos de tumbas e incluso asaltado familias”, comenta, mientras se sienta a descansar en una pequeña banca de madera que trajo de su casa.

Cargando unas bolsas, aparece un hombre mayor y ambos se saludan. Es su primo Miguel Mateluna, de 63 años, quien también es cuidador, al igual que lo fueron sus padres y abuelos antes que él. Hortensia, su madre, era la prima mayor de Ana. “Mi abuela Otilia fue la primera en trabajar en el cementerio”, cuenta el hombre, quien enseña una añosa fotografía amarilla tomada en el mismo patio en la cual aparecen sus abuelos y su madre Hortensia cuando era una niña. Miguel cuida cerca de 40 tumbas en el patio 91, detrás del antiguo mausoleo de la Sociedad Española de Socorros Mutuos. De joven siempre ayudó a sus padres. “Me casé y tuve dos hijos, pero nunca dejé de venir”, explica Miguel. “Él siempre llega primero, a las ocho de la mañana”, apunta Ana. Ambos se acompañan durante el día en el cementerio y almuerzan siempre juntos.
Sus sueldos varían según las familias porque negocian los tratos “directamente con los dueños de las tumbas”, a diferencia de los trabajadores del cementerio, responsables de la municipalidad de Recoleta. Ana cuenta que a veces pueden pasar semanas o meses sin que las familias les paguen, ya que depende del criterio de las personas y de cuán seguido visiten las tumbas de sus seres queridos. Lo que cobra depende de lo conversado con cada cliente, pero oscila entre los 10.000 y 15.000 pesos mensuales (unos 10 a 15 dólares). “¿Le va a poner más papa a la cazuela?”, decía su madre, Flor María, para arrancar la negociación con los dueños de las tumbas, cuya paga nunca era inferior a 3.000 pesos al mes (unos tres dólares). “No puedo hablar por todas las cuidadoras, pero casi siempre gano menos del sueldo mínimo” (529.000 pesos mensuales, unos 529 dolares), señala Ana, quien limpia una cincuentena de tumbas, todas compradas a perpetuidad. “Me llega un mensaje que dice ‘Ana, te mandé el pago de mayo’ o ‘listo Ana, te deposité tres meses”, explica. Cuando pasan mucho tiempo sin recibir su paga, la mujer deja de cuidar las tumbas. “Esto no es gratis”, sentencia.
La administración actual del cementerio, asumida el pasado marzo, informa que están realizando un catastro oficial de los cuidadores y estiman que llegaran a los 200, donde el 90% son mujeres. Los cuidadores no forman parte de la plantilla de empleados del Cementerio General. Ellos trabajan de manera autónoma y no existe asignación de funciones, dependencia jerárquica ni de sueldo, aclaran desde la administración. La legislación no permite que los funcionarios del cementerio intervengan sin permiso las tumbas, porque cuando son vendidas pasan a ser propiedad de las familias. Salvo que exista un riesgo evidente de peligro, solamente pueden limpiar las calles y las avenidas.

A pesar de su autonomía, la sindicalización de los cuidadores ha logrado avances, a través de un representante que media entre sus demandas y el cementerio. La construcción de casetas de metal para guardar sus pertenencias y las herramientas de uso diario, la exención del pago de los derechos de una sepultura en patio de tierra por cinco años y la opción de contar con una incineración gratuita, son algunos de los avances conseguidos. Incluso, explican desde la administración, tienen el derecho a usar la capilla ardiente para el funeral y una misa, un beneficio exclusivo para los cuidadores, que no lo tienen siquiera los trabajadores contratados del cementerio.
Ana tuvo tres hijos. Todos son profesionales y armaron una vida alejada del cementerio, no como su linaje. Lo mismo ocurre en la familia de Miguel, padre de dos hijas. “Estudiaron, surgieron y ninguno piensa trabajar acá, como nosotros”, relatan ambos, quienes no tienen planes de abandonar el oficio familiar en el camposanto más grande del país. Saben, eso sí, que con ellos se corta esta tradición de cuidado.