Las revoluciones, tanto la de 1789 como la rusa y la china, encontraron su fracaso en la consolidación de la burocracia y el Terror. El occidente dominante consideró a las mismas una etapa superada y se decidió por el triunfo del Capital y las burguesías en sus distintas variaciones históricas.
En lugar de ir a la raíz, y pensarlas como el momento más justo que tuvo la humanidad, los mayores intentos igualitarios se habían transformado en un mundo invivible y asfixiante, se congratularon de encontrar en las democracias liberales la gran superación histórica. Fue el momento histórico del gran desastre, reprimir y no desear saber nada sobre cómo intentar otro modo de la Revolución, volver a las raíces y pensar la posibilidad de la igualdad sin desembocar en el terror.
Pero la fiesta le entregó todo el baile al Capital y ahora el siglo XXI se prepara para mostrar los distintos rostros políticos que ilustrarán el trayecto final de ese desastre.
Los que piensan en China como la alternativa al capitalismo no quieren aceptar que, aún reconociendo la planificación del Estado, China se sostiene en la competencia con mano dura y esclavitud organizada.
Ahora toca el mundo de la velocidad inmanejable, de la reproducción ilimitada del capital, donde el vértigo de las operaciones es perfectamente compatible con la experiencia subjetiva de que “no ocurre nada”. “Nada” lo suficientemente importante como para cambiar el destino miserable de los seres humanos que la Revolución se proponía cambiar.
El duelo, entonces, no es un dejar atrás, ni es una despedida. Es indagar el comienzo para abrirse a otra posibilidad y volver a abrir la pregunta.