El 10 de agosto de 2024, la Federación Iraní de Motocicletas y Automóviles anunció que su país participaría por primera vez en la copa de Asia de motocross femenino, que ese mes se celebraba en Tailandia. La enviada de Irán fue la motorista Arezou Abedini, una profesional de esa disciplina que participa en campeonatos y se retrata ejecutando saltos inverosímiles sobre dos ruedas. Sin embargo, no tiene carné de moto. Ni ella ni ninguna iraní. Las mujeres de ese país pueden conducir coches, autobuses y hasta pilotar aviones comerciales, pero no manejar legalmente vehículos con motor de dos ruedas porque la ley que regula ese permiso solo menciona a los “hombres”. Una enésima norma misógina que cada vez más ciudadanas iraníes están desafiando. La imagen de chicas en scooters; de madres que llevan a sus hijos al colegio en moto o, incluso, en casos más contados, de mujeres circulando en motos de gran cilindrada ya no es insólita en las ciudades de Irán.
Como está sucediendo últimamente con la imposición de la ley del velo obligatorio, del que miles de iraníes han prescindido como gesto de desobediencia civil, las autoridades y la policía están mostrando cierta tolerancia ante lo que ya es un hecho consumado que las iraníes han adoptado dando muestra de gran valor.
El fenómeno se está normalizando tan rápidamente que la demanda de formación para conducir esos vehículos está también aumentando. A falta de poder apuntarse normalmente a una autoescuela, estas mujeres se inscriben en cursos en circuitos cerrados y clubes para motociclistas. En ocasiones, estos cursos los imparten otras mujeres, moteras profesionales o simplemente experimentadas. Algunas de ellas llevaban años montando en centros de entrenamiento o de noche aprovechando que las calles están desiertas. La célebre fotógrafa Maryam Saeedpoor ha dedicado también una bella serie de imágenes a sus compatriotas moteras.
Un documental en vídeo publicado el 12 de noviembre por el portal iraní en el exilio IranWire da fe del fenómeno, pero también de que esa tolerancia de las autoridades es relativa. Para una mujer, conducir una moto en Irán representa infringir la ley, puesto que lo hacen sin carné. Sin ese documento, la policía puede multarlas y confiscarles el vehículo, mientras que los tribunales pueden obligarlas a pagar responsabilidades civiles en caso de accidente, incluso si, en otra paradoja impuesta por el sexismo en Irán, las mujeres sí pueden comprar, poseer y asegurar motocicletas que luego no tienen permiso para conducir. Esa carencia da a las aseguradoras un pretexto para eludir el pago de indemnizaciones en caso de siniestro.
En ese documental, una cámara sigue a dos jóvenes moteras que coinciden en que la policía las “deja en paz” si “siguen las normas de tráfico”. Sin embargo, ambas hablan bajo anonimato y con el rostro difuminado.
El miedo persiste, pero en un grado menor: “Al principio, cuando conducía la moto, me preocupaba que la policía de tráfico me detuviera en la calle, pero ahora esa preocupación ha disminuido”, dice una de ellas antes de sentenciar: “La policía iraní se ha acostumbrado a las motociclistas”.
Varios medios de comunicación regionales han resaltado que esa tolerancia policial es el producto de los cambios sociales impuestos por las iraníes. La socióloga y politóloga francoiraní Mahnaz Shirali ―autora de Fenêtre sur l’Iran, le cri d’un peuplé bâillonné (Ventana a Irán, el grito de un pueblo amordazado, Editorial Les Pérégrines)― considera, sin embargo, que ese ojo que los agentes están cerrando ante las moteras obedece a la búsqueda de una imagen “amable” ante Occidente. Es una medida “cosmética”, dice por teléfono desde París.
El régimen iraní emergió de los 12 días de bombardeos de Israel y Estados Unidos del pasado junio debilitado, pero sin tambalearse. Los ataques de esos dos países dañaron las instalaciones nucleares de Irán, mataron a prominentes científicos y a los jefes de los dos ejércitos del país ―el regular y el más poderoso de la Guardia Revolucionaria―. Sobre todo, provocaron la muerte a más de un millar de civiles, según cálculos de ONG.
La República Islámica atravesaba ya antes un momento de fragilidad. Militarmente ―por los ataques israelíes de 2024 y la práctica desarticulación de su red de alianzas regionales durante los dos años de invasión israelí de Gaza―; y económicamente, por la sequía, el empobrecimiento de su población, la corrupción de sus élites y las sanciones internacionales contra su programa nuclear. A esos factores se suma una represión que ha ahondado el abismo entre un régimen religioso ultraconservador y parte de una población crecientemente secularizada.
En ese contexto, el Gobierno del pragmático Masud Pezeshkian da señales de flexibilidad ante cuestiones menores. El objetivo podría ser evitar que la ira de muchas iraníes ―hastiadas por la discriminación― aumente. También ofrecer una imagen de moderación sin tener que acometer cambios de calado ni pagar por ello un alto precio político. Tolerar que las iraníes, que conducen coches desde hace décadas, manejen también motos en nada modifica los cimientos del sistema político iraní.
En agosto, Kazem Delkhosh, adjunto de la Oficina de Asuntos Parlamentarios de la presidencia del país, anunció que se había enviado al Parlamento un proyecto de ley para ampliar a las mujeres los permisos para conducir motocicletas.
Los iraníes, mientras tanto, desconfían. La “opinión pública sigue dividida” sobre si ese “repentino cambio de política” es “genuino o fruto de una maniobra política”, analiza IranWire, para ganarse ese apoyo popular que se ha desplomado, especialmente desde la represión que siguió a las protestas de 2022. Su desencadenante fue la muerte a manos de la policía, el 16 de septiembre de ese año, de una joven kurda de 22 años, Yina Mahsa Amini, detenida tres días antes tras ser acusada de llevar el velo de forma “inapropiada”.
Más optimistas, otros iraníes, asegura el portal iraní en el exilio, creen que “las autoridades no han tenido más remedio que ceder ante las persistentes demandas de las mujeres”.
Esa misma afirmación puede aplicarse también a la cuestión mucho más crucial del velo. El hiyab no es solo un trozo de tela, sino el símbolo exterior de la ideología islámica ultraconservadora del régimen y de la opresión que las mujeres sufren en un país donde padres y maridos pueden prohibirles que estudien, viajen o trabajen.
Ni la amenaza de la prisión, ni las multas, ni las cámaras, ni la confiscación de coches, ni la imposición de castigos aterradores ―como el de lavar cadáveres― han disuadido a muchas iraníes de seguir prescindiendo de esa prenda, que muchas se quitaron tras la muerte de Amini. Ahora ya son miles. Sin embargo, las leyes en Irán no han cambiado. El velo sigue siendo obligatorio y los avances en esta cuestión, reversibles.
Para ser aprobado, el proyecto para legalizar la conducción femenina de motos tendría que superar la oposición del sector más conservador de la República Islámica. “Algunas [mujeres] conducen motocicletas sin hiyab, con uno inadecuado o con una cobertura insuficiente… ese comportamiento va en contra de la ley islámica”, ha criticado Abdolhossein Khosropanah, miembro del Consejo Supremo de la Revolución Cultural, el organismo estatal que supervisa la política cultural y educativa islámica. De sus declaraciones se colige que, como afirman las feministas iraníes, más que la obligación legal de vestir una prenda, la imposición del hiyab va más allá del símbolo religioso para convertirse en una herramienta transversal de control de las vidas de las mujeres.
Mahnaz Shirali considera “ridículo” que la atención de Occidente se centre en “progresos milimétricos” como que las mujeres puedan montar en moto, cuando “la represión en Irán se ha intensificado”, asegura.
“Toleremos que las mujeres no lleven velo, que conduzcan motos y que la gente baile en conciertos en la calle”, critica, en alusión a un vídeo viral de un grupo de rock tocando en Teherán mientras muchos jóvenes bailaban. “Mientras”, deplora la socióloga, “el régimen sigue encarcelando, torturando y sometiendo a desaparición forzada a cientos de iraníes”. El pasado 31 de octubre, la Misión de Investigación sobre Irán de la ONU denunció un “aumento de la represión y un repunte extraordinario de las ejecuciones” en Irán desde los ataques israelíes de junio.










