Los agasajos de Trump no ablandan a Putin | Internacional

Los agasajos de Trump no ablandan a Putin | Internacional


La esperadísima cumbre en Alaska entre Donald Trump, y Vladimir Putin no ha conseguido mover al líder ruso de sus exigencias para acceder a la paz en Ucrania. Pero no habrá sido porque el estadounidense no haya tirado la casa por la ventana para agasajar a su invitado, requerido por la Corte Penal Internacional por crímenes de guerra y hasta ahora gran paria internacional, durante su reunión de dos horas y media en la base aérea de Elmendorf-Richardson, en el norte de Anchorage.

Al estadounidense le gustan los halagos. Proporcionárselos es una buena vía para el éxito. Es algo que el resto de líderes internacionales ya tiene muy claro cuando lidian con él: desde el secretario general de la OTAN, Mark Rutte, que le llamaba “papi” en la cumbre de la Alianza en La Haya en junio al emir de Qatar, que le ha regalado un avión presidencial. Y Trump corresponde: su aprecio a un dirigente extranjero se mide por el nivel de deferencia que le presta.

Y con ningún otro dirigente ha mostrado tanta deferencia a lo largo de sus mandatos como con el ruso, cuyos argumentos ha solido hacer suyos y a quien ha tenido a dar la razón incluso por encima de sus propios servicios secretos.

En esta ocasión, el estadounidense proporcionó a su homólogo el trato más exquisito posible. Ya la reunión en sí -y el que fuera en suelo de EE UU- suponía un premio para el ruso: un fin al aislamiento internacional en el que vivía desde el comienzo de la invasión a gran escala de Ucrania, en febrero de 2022.

El recibimiento reiteraba esa impresión: que Putin fuera un importante jefe de Estado, con el que merece la pena tratar, y no un autócrata que ha invadido un país vecino y al que el ucranio Volodímir Zelenski y los dirigentes europeos consideran de muy poco fiar.

Una gran alfombra roja esperaba el avión del ruso a su aterrizaje en la base aérea. Antes de que descendiera por la escalerilla, un grupo de soldados estadounidenses, de rodillas, desenrollaba esa moqueta, en una imagen que las redes sociales hacían viral en cuestión de segundos.

Trump le esperaba a pie de pista, para darle la bienvenida personalmente. Ambos se dieron un cálido apretón de manos. Un apretón de manos que sellaba el regreso -al menos a los ojos del Kremlin y de Trump- del antiguo agente de la KGB a la legitimidad como líder global. Ambos hacían alarde de sintonía, saludándose entre sonrisas y palmadas afectuosas.

En ese momento, una escolta de bombarderos sigilosos B-2 y cazas F-35 estadounidenses sobrevolaba la escena, en un alarde de poderío para Trump y de reconocimiento para el ruso. Las sonrisas solo perdían amplitud al posar ante los fotógrafos y la prensa, ante la que no quisieron hacer declaraciones. El ruso hacía gestos ostentosos de no ir la avalancha de preguntas que los reporteros les lanzaban.

El momento más significativo -y, potencialmente, la clave de la cumbre- llegaba entonces. Ambos se subieron juntos a La Bestia, el automóvil presidencial estadounidense con el que le gusta presumir a Trump: ya se lo había mostrado a otro célebre autócrata en otra polémica cumbre, al norcoreano Kim Jong-un durante su primera reunión en Singapur en 2018. Pero entonces, los dos líderes no habían llegado a compartir trayecto. Esta vez, con el ruso, sí. Y en solitario. Sin otros asesores que pudieran escuchar su conversación durante el breve trayecto al edificio donde iban a celebrar su reunión

No está claro qué es lo que pudieron decirse en esa charla, lejos de oídos ajenos. Ninguno de los dos ha querido dar detalles, al menos de momento. Pero en sus declaraciones posteriores, Trump confirmaba que pudo hablar a solas con el ruso. Aquella había sido su intención original: estaba previsto que los dos comenzaran su encuentro con una conversación a solas, flanqueados solo por sus respectivos intérpretes, antes de que se les sumaran sus asesores. Finalmente, y a última hora, cambió el formato; el encuentro fue de tres y tres: cada líder estuvo acompañado por sus responsables de asuntos exteriores. En el caso de Trump, el secretario de Estado, Marco Rubio, y su enviado especial para Oriente Próximo y Rusia, Steve Witkoff. Del lado ruso, el ministro de Exteriores, Serguéi Lavrov, y el asesor de política exterior del Kremlin Yuri Ushakov, antiguo embajador de Moscú en Washington.

Al término del encuentro, los dos líderes querían seguir haciendo alarde de sintonía. Los dos comparecían ante la prensa conjuntamente para hacer declaraciones sobre los resultados de la cumbre. Ambos calificaban sus conversaciones como “productivas”, y volvían a estrecharse la mano.

Pero en sus comentarios admitían que no se había cerrado un acuerdo sobre Ucrania, ni se había alcanzado un alto el fuego. Tampoco para normalizar las relaciones bilaterales. Putin dejaba claro que mantenía su posición: exige el control de las provincias ucranias de Luhansk y Donetsk, incluidas las zonas en poder de las tropas de Kiev, y el bloqueo a que Ucrania pueda ser alguna vez miembro de la OTAN. Él había conseguido lo que quería: la foto con el estadounidense. Pero el trato a cuerpo de rey no le había movido a rebajar sus exigencias.