Muere la actriz Brigitte Bardot, musa del cine francés y controvertida activista, a los 91 años | Cultura

Muere la actriz Brigitte Bardot, musa del cine francés y controvertida activista, a los 91 años | Cultura


La actriz y activista por los derechos de los animales Brigitte Bardot (París, 91 años), uno de los mayores símbolos del cine francés —y de la propia Francia—, ha muerto este domingo. Desde hace semanas se recuperaba de una operación, la segunda vez en pocos meses. En aquella ocasión, después de 11 años de silencio mediático, tuvo la deferencia de salir a desmentir su propia muerte cuando arrecieron los rumores. A su manera, sin ocultar nada. Ni las arrugas con cirugía o maquillaje, ni su carácter o inclinaciones ideológicas, cada vez más radicales, con burdos eufemismos. “No sé quién es el imbécil que ha difundido ese bulo”. Esta vez, quizá el mismo Dios que había creado a la mujer en la mítica película de Roger Vadim que propulsó su carrera en 1956, sea quien fuera ese genio, se la ha vuelto a llevar.

La figura de Bardot trascendió de forma colosal al perímetro del cine y anticipó algunas de las grandes revoluciones que la segunda mitad del siglo XX pondría en marcha. Mucho antes de convertirse en una musa de la ultraderecha y una feroz activista por la defensa de los animales, fue también el enigmático síntoma de una Francia en profunda transformación tras los traumas de la Segunda Guerra Mundial. Su estilo, inmortalizado con pañuelos en la cabeza, una cinta elástica negra, colocada en el nacimiento del cabello, o pantalones de cuadros vichy, era la transfiguración de un deseo contenido durante décadas, la bisagra temporal entre dos mundos. Una Francia que no había muerto todavía y otra que no terminaba de nacer. Un país donde la mujer se emancipaba sexualmente y abandonaba abruptamente el segundo plano social y cultural, aunque lo hiciese convertida ya en el principal objeto de consumo del nuevo tiempo.

Bardot era portada de revistas del corazón. Chismorreo aspiracional, por distintos motivos, de hombres y mujeres que inauguraban la historia moderna de Europa. La ilustración imaginaria que acompañaba la obra de intelectuales y artistas como Roland Barthes o Jean-Luc Godard, obnubilados por su belleza. Incluso las páginas de autoras como Simone de Beauvoir. B. B. encarnaba una naturaleza enigmática, una criatura salvaje e inocente que el hombre debía domesticar a través de su incontenible virilidad. Pero también, tal y como se refería a ella la autora de El segundo sexo (1949), era “la locomotora de la historia de las mujeres”, que hablaba a las de su género con su permanente y espontánea “afirmación sin palabras de igualdad sexual”. Feminista a pesar de ella misma. “No es mi asunto, a mí me gustan los tíos”, decía en una entrevista hace un año.

B. B. nació el 28 de septiembre de 1934 en el aburrido distrito 15 de París, en una familia acomodada. Hija de Louis Bardot, ingeniero, y Anne-Marie Toty Mucel, ama de casa y apasionada por las artes, creció en un entorno burgués donde recibió educación estricta, pero también permanentes estímulos artísticos. Desde pequeña mostró talento para la danza clásica y, con apenas 7 años, ingresó en el Conservatorio de París, donde comenzó su formación como bailarina.

La moda y el cine eran dos hemisferios sin solución de continuidad para una mujer joven y guapa —aunque el adjetivo fuera demasiado pobre en su caso— con ambición artística. A los 15 años apareció en la portada de Elle, una imbatible tarjeta de visita que despertó la atención del cineasta Roger Vadim, que la catapultaría al cine con Y Dios creó a la mujer (1956). Su familia se opuso al principio. Fue su abuelo quien la ayudó. “Si esa pequeña debe algún día ser una puta, lo será con o sin el cine. Si nunca debe ser una puta, no será el cine quien pueda cambiarla. Démosle una oportunidad, no tenemos derecho a disponer de su futuro”

El director, rendido a una niña de 16 años, convertido en su pigmalión, esperó a que cumpliera los 18 años para amarrarla en un precoz matrimonio. La niña mutó en mujer, y la mujer en uno de los mayores íconos de la Nouvelle Vague francesa, que pulverizaba los cánones narrativos del cine. Un símbolo estético y social del siglo XX, capaz de poner en órbita el festival de Cannes mientras democratizaba el bikini en sus playas desde una sexualidad inocente.

Bardot rodó 45 películas. La mayoría, sin gran interés o profundidad artística. Pero también algunas películas memorables: En caso de desgracia (1958), de Claude Autant-Lara; ¿Quiere usted bailar conmigo? (1959), de Michel Boisrond; o ¡Viva María! (1965), de Louis Malle, donde su figura se enfrentó por primera (y última vez) a Jeanne Moreau, el otro gran mito del cine francés.

B.B., amaba le champagne, al general De Gaulle y a los animales, como decía un editorial de Le Figaro este domingo. E hizo casi siempre lo que le dio la gana. También en la música, donde grabó 60 canciones e inspiró temas legendarios como Je t’aime moi non plus compartiendo con su autor, Serge Gainsbourg, estudio de grabación y alcoba. Y quizá fuera B. B. quien mejor descifrase el enigma del cantautor judío. “Él, que probablemente fue el pequeño príncipe judío y ruso que soñaba leyendo a Andersen, Perrault y Grimm, se convirtió, frente a la trágica realidad de la vida en un Quasimodo conmovedor o repugnante según nuestros estados de ánimo. En el fondo de ese ser frágil, tímido y agresivo se esconde el alma de un poeta frustrado de ternura, verdad e integridad”. Bardot no quiso luego que la grabación viera la luz y Gainsbourg tuvo que conformarse, a la manera que se conformaba Gainsbourg, con grabarla de nuevo con Jane Birkin.

El enigma Bardot, un misterio convertido en zeitgeist, se presentaba como un antídoto al estereotipo habitual de la mujer, a los únicos roles que aquel mundo le había asingado hasta entonces: madre, esposa o puta, como diría el abuelo de la propia Bardot. Cambiaba de pareja, no le apetecía tener hijos (tuvo uno año más tarde). No dependía de nadie ni de nada y exhibía provocativamente una libertad que recorría cada centímetro de su cuerpo. Pero jamás quiso convertirlo en ideología. “El feminismo no es mi rollo. A mí me gustan los tíos”, decía en una entrevista hace un año, negando que ambas cosas fueran compatibles.

A Vadim lo sustituyó por su compañero de reparto, el actor Jean-Louis Trintignant. Si un hombre se cansaba de admirarla, lo remplazaba, contaba su biógrafa Marie-Dominique Lelièvre. Aburrimiento, indiferencia, desprecio profundo y silencioso que podía parecer impostado, pero que los años fueron convirtiendo en real. El mismo de la película de Jean-Luc Godard, que la consagró como una actriz de culto. En El desprecio (1963) esbozaba un silencioso retrato del misterio femenino como el que envolvió a su propia figura. Y todo ello sin rastro de sentimiento de culpa. Eso era lo que los censores (y los moralistas de la época) no podían soportar: una mujer que se comportara como si su cuerpo y su placer no le causaran el menor remordimiento. Hasta que en 1973 se cansó, en parte, de todo eso. También de toda esa gente que sobreinterpretó su vida. Y se retiró prematuramente y de forma definitiva de la pantalla, para instalarse en la Madrague, su mítica mansión de Saint-Tropez.

Bardot cortó en seco su carrera cuando tenía 39 años. La actriz estaba agotada por la presión mediática, el acoso de la prensa y la exposición constante. Se sentía “prisionera” de su imagen y del mito que la industria había creado alrededor de ella. Bardot era un símbolo, también para una sociedad de consumo que la había moldeado y devoraba luego todo lo que irradiaba su figura. Había filmado suficientes películas y ya no encontraba felicidad ni motivación en la actuación. El interés por los hombres, por la raza humana en general, en suma, se vio desplazado por su pasión hacia los animales. Tras dejar el cine, dedicó su vida por completo al activismo. En 1986 creó la Fundación Brigitte Bardot para la protección de los animales, que sigue activa hoy.

Evolución ideológica

Si Bardot es un retrato bello y apasionado de la sociedad francesa, sin embargo, su evolución ideológica fue también un espejo donde encontrar respuestas a las transformaciones políticas. Al advenimiento casi hegemónico hoy de la ultraderecha. Desde que dejó el cine hace ya casi cinco décadas, se fue escorando cada vez más hasta posiciones de intransigencia con la inmigración y cercanas al entonces Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen. En su libro Un cri dans le silence (Un grito en el silencio), Bardot afirma que hay una “islamización de Francia” y advierte de una “infiltración peligrosa” de musulmanes que, según ella, no se adaptan a las leyes y costumbres francesas sino que quieren imponer las suyas. E una carta abierta al entonces presidente Nicolas Sarkozy, llegó a escribir: “Estoy harta de estar bajo el yugo de esta población que nos está destruyendo… imponiendo sus actos”. Estas declaraciones le han valido múltiples condenas por incitación al odio racial. Pero también atacó en los últimos tiempos algunos movimientos como el MeToo que nunca entendió y observó como una caza de brujas a amigos “con talento” como Gérard Depardieu.

Bardot siempre soñó con vivir “con los pies en el agua”, a orillas del Mediterráneo. En cuanto pudo permitírselo, compró la casa de sus sueños, La Madrague, por 24 millones de francos de la época (unos 500.000 euros actuales), que ha sido escenario de las fiestas más multitudinarias y también refugio de los animales a los que decidió dedicar su vida a través de una fundación que lleva su nombre. El pasado mes de mayo, Bardot reveló que ya no vivía en La Madrague y que prefería la tranquilidad de La Garrigue, la casa que posee en las colinas sobre Saint-Tropez, en la Riviera Francesa. Su muerte apaga cualquier controversia, alumbra definitivamente el mito.

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