Un 4 de julio con fuego boricua

Un 4 de julio con fuego boricua

Es 4 de julio. Calculo que esta será la vez número 12 o 13 que paso el Día de la Independencia de Estados Unidos en alguna de sus ciudades, incluyendo Atlanta y Los Ángeles. Aunque viví en Arkansas varios años, nunca pasé allá un 4 de julio. Recuerdo celebrarlo en Puerto Rico, antes de la mudanza. No era que lo celebrara, pero era un día de fiesta que se pasaba, por lo general, en la playa con amigos. Bebíamos, nos insolábamos, alargábamos la ocasión lo más que pudiéramos, afirmando una independencia, una libertad que era y no era como aquella otra libertad, reflejada en el súbito aumento de la pecosa, que es como muchos boricuas se refieren “cariñosamente” a la bandera norteamericana.

En oposición a nuestra solemne monoestrellada, emerge la pecosa. Los boricuas tenemos muchas maneras de decir, “yankee, go home”. Sospecho que el nombre de “la pecosa” tiene que ver con la “jinchera” o palidez de los “gringos” que se pasean por nuestras playas, una palidez que el boricua promedio asocia con debilidad, extranjería, incapacidad de fundirse con el paisaje. Entonces, la jinchera, las pecas que arropan a las pieles más frágiles y la bandera… tiene sentido que se le llame “la pecosa”. Es como si lo gringo no fuera más que una mancha, una peca, en el paisaje. La grandeza de Estados Unidos, expresada en esas 50 estrellas, queda reducida a una deficiencia epidérmica.

No sé exactamente cuándo surgió el epíteto “la pecosa”, pero se ajusta a una actitud ingeniosa e irreverente típica, esta vez dirigida hacia la bandera que, queramos o no, nos representa ante el mundo junto a la monoestrellada. Aunque algunos se ofendan (en el año 2010 hubo una pelea entre dos senadores, uno de ellos ofendido al escuchar al otro referirse a la bandera norteamericana como “la pecosa”), me parece que la mayoría lo ve como algo inofensivo. Pero no hay que negar la actitud hostil y defensiva de los isleños atados a una circunstancia política muy particular, de ser y no ser parte de esa nación que libera u oprime, perjudica o beneficia, aísla o facilita nuestra movilidad social y geográfica, dependiendo de cómo se le mire. No digo que la colonización sea relativa porque no lo es, pero la manera en la que se asume la identidad nacional en un país pequeño dos veces colonizado es tan compleja como diversa.

En la isla, el 4 de julio se puede pasar entre boricuas “asimilados”, orgullosos de ser parte de “esa gran nación libre y soberana”, los indiferentes que siguen con su vida como si nada, y aquellos que insisten en recordarte que “aquí no hay nada que celebrar porque la libertad de ellos es posible gracias a la opresión a la que someten a otros, como a nosotros”, puesto que Puerto Rico es un territorio de Estados Unidos. En mi casa se tomaban en cuenta todos los bandos. Tras afirmar que la historia de la independencia de Estados Unidos era muy heroica e inspiradora, se reconocía que era una desgracia que nosotros no pudiéramos celebrar la nuestra, sometidos como estábamos al imperio. Pero esta última parte se decía casi sin ganas, como por cumplir, siguiendo un libreto que mis padres insistían en repetir en algunas ocasiones, aunque cada vez menos convencidos. No era que no lo creyeran, pero era un lamento infructuoso. Además, habían visto cómo la patria se desmantelaba no solo desde afuera, sino también desde adentro.

Han pasado 10 años desde la última vez que pasé un 4 de julio en Puerto Rico. Recuerdo que, como casi siempre, estaba en la playa con mi hermana y los amigos más cercanos. Hay fotos de ese día. Yo llevaba un bañador de una pieza, melocotón y strapless. Mi hermana tenía un bikini rosa neón. En una de las fotos nos estamos tomando unos shots de tequila mientras nos miramos. En otra nos reímos y es tal la risa, que uno siente que puede escuchar la foto. Un día feliz. No veo ninguna huella de preocupación en mi rostro. Pienso en la vida que dejé atrás cuando vine a este país, “temporalmente”, hace ya 19 años. Pienso en la cifra que soy: otra boricua en la diáspora escribiendo casi siempre de la isla, una ciudadana americana con los mismos derechos que cualquier ciudadano nacido y criado aquí en San Diego, alguien que pertenece y que no pertenece a esta tierra que un día se llamaba México y que hoy es California.

Pero hoy es 4 de julio (de 2024) y yo he llegado a un parque a las 4.30 de la tarde para ver un espectáculo de fuegos artificiales que comienza a las 9.00. Milo y Nina tienen 8 y 5 años respectivamente. Nos mudamos de Arkansas a San Diego en el 2018. Mis hijos son de aquí, claramente, pero yo sigo viéndolo todo con curiosidad de extranjera. Por la mañana, Milo me preguntó si hoy celebrábamos no ser parte de Rusia. No sé por qué me conmovió su error. Lo miré sonriente y sorprendida, él de inmediato se corrigió: “Sorry, I meant, Great Britain!” Nos reímos juntos. Supongo que en mi casa se ha hablado más de Rusia que de Inglaterra. Le digo que la suya es una confusión muy informada.

He quedado con mi cuñada y sus hijos en el parque. Vendrán amigos que conozco y otros que no. Hay varias mesas ya ocupadas, pero alcanzamos a reservar una al final, bajo un árbol de eucalipto alto y frondoso que ofrece buena sombra. Hace sol. La temperatura ronda los 75 grados Fahrenheit. A veces nos llega la brisa fría del Pacífico. Casi siempre, al recibir ese beso helado del Pacífico, añoro el calentón tropical, la brisa tibia, su lengua mojada.

Escogimos este lugar porque se puede ver toda la bahía, escenario del espectáculo de los fuegos artificiales de SeaWorld, uno de los más famosos de la zona. En lo que llega la hora, los niños pueden jugar en los alrededores: columpios, chorreras, “monkey bars”. También hay un parque de perros, otro de pelota, canchas de baloncesto y hasta un mini cañón para explorar.

Mientras preparo el área confirmo que la familia que está a dos mesas de mí es de boricuas. Lo veo como un buen augurio. Ya antes de bajarme del carro, había notado pegatinas alusivas a la isla en varios carros y banderitas colgando de los retrovisores. Algunos llevan camisas también con la bandera, un chico tiene un coquí taíno tatuado en la pierna. Yo no tengo nada que indique mi nacionalidad. Aunque digo a la menor provocación que “SOY DE PUERTO RICO”, no me gusta la parafernalia nacionalista en general. Pero agradezco que se identifiquen. No abundamos acá, tan lejos como estamos de la isla. Admiro el nivel de organización del grupo que incluye una barbacoa bien pensada, muchas carnes adobadas, varias neveritas y por supuesto, música. Acepto con feliz resignación que los boricuas serán los djs de la velada. Agradezco que no sea reguetón, sino algo más indefinible, un ritmo tropical de difícil clasificación, lo que deciden escuchar. Son casi todos jóvenes, el mayor puede que tenga 45 años. Hay una niña de 5 años que viene a jugar con Nina. Hacen pociones mágicas con hojas y ramitas. En un momento dado, la niña me dice que su familia trajo los fuegos. Le digo que nosotros también vinimos a ver los fuegos, asumiendo que se equivocó al decir “trajo”.

Más familias comienzan a llegar. Hemos formado un buen grupo alrededor de nuestra mesa que incluye a mi cuñada, natural de Nueva York, a dos italianas y una filipina criadas en San Diego, un mexicano de Tijuana con su novia de aquí, una alemana que llegó hace seis años y su marido afroamericano, criado en Los Ángeles. Es un grupo que sería impensable en Arkansas, pero que aquí es más o menos la norma. La alemana es la más patriótica de todas, vestida como está de pies a cabeza con “la pecosa”. Los demás, los que se han criado aquí, no dicen absolutamente nada de la ocasión que nos convoca. Ni una palabra sobre la nación, la independencia, la libertad, nada. Hablamos del clima, las vacaciones, los hijos. Todos evitan hablar de política en este año de elecciones. Yo le digo algo a mi cuñada sobre el debate presidencial de hace una semana y ella asienta, compungida. Ayer escuché en la radio que, según datos de la última encuesta Gallop, solo un 41% de americanos afirma sentirse orgulloso de ser americano. Un porcentaje bajísimo en relación con otros años. Me pregunto qué responderían los puertorriqueños si nos hicieran una encuesta similar. Sospecho que sacaríamos un porcentaje exageradamente elevado.

Miro a la mesa de los boricuas. Veo cómo se divierten, conversan relajados, bailan brevemente, cocinan mientras cantan… expertos en el arte de gozar. Todo lo poseen. Todo a su alrededor parece ajustarse a sus deseos. Uno ve cómo la cosa va cediendo ante ellos. Los que hemos venido al parque nos movemos, sin darnos cuenta, al ritmo de su música.

A medida que cae la noche, llega más gente. Miro desde mi sillita de playa la escena y no logro deshacerme de su peso literario. Es una escena como sacada de una obra de arte, un lienzo vivo en donde el día transcurre envuelto en su claridad azul, migrando lentamente a tonos más rosados y naranjas, tornándose ahora hacia la noche negra y transparente. Los niños entran en manada, se esparcen y desaparecen detrás de las sombras de los árboles, de pronto regresan y ruedan felices por la yerba oscura. Los perros ladran y aúllan, el ambiente se llena de algo nuevo, las voces se multiplican, las formas se suavizan.

A las 8.45 de la noche, 15 minutos antes de que comience el espectáculo de SeaWorld, el parque está a tope. Luego de estar ahí cuatro horas, estoy cansada y con ganas de irme a casa. Pero me gusta sentir esa energía que se forma cuando hay gente, bullicio, expectativa. Solo ahora me percato de que la música ha cesado y de que los puertorriqueños no están en su área, aunque sus pertenencias siguen allí.

De repente todos escuchamos ese chillido especial que precede a una explosión. Nos emocionamos mientras buscamos en la negrura de la noche el origen del silbido. Todos levantamos la cabeza al unísono y vemos el cielo iluminarse. Entendemos que estos no son los fuegos artificiales de SeaWorld. Estas explosiones ocurren en nuestro parque. Algún héroe de la comunidad ha decidido tomar las riendas del asunto ofreciendo su propio espectáculo. Esa es la fiesta y el sentido más puro de una celebración de la independencia: el famoso DIY (Do It Yourself) gringo. Es ilegal y es carísimo, lo que le añade valor a la gesta.

Mi cuñada fue la primera en percatarse de que los autores de aquel espectáculo que superaría por mucho al de SeaWorld no eran otros que los puertorriqueños. Ahora entendía que la niña no se equivocaba al decir que su familia “trajo” los fuegos. No solo habían decidido ponerle música a todo aquello, sino que también habían decidido cómo se iba a celebrar. Demás está decir que los boricuas elevaron la experiencia del 4 de julio para todos los allí presentes. Fuimos felices debajo de aquella lluvia de explosiones que marcaban el firmamento con miles de estrellitas o pecas, qué más da, azules, verdes, púrpuras, amarillas. Cada vez que pensábamos que los fuegos habían cesado, regresaba el silbido y nuestra cara cambiaba de color y otra vez nos sentíamos aliviados de algo que no nos quedaba claro. Se me ocurrió que los boricuas estaban colonizando todo aquello. Como si el 4 de julio nos perteneciera más a nosotros que al resto.

Después de 15 minutos mágicos, los fuegos cesan y los puertorriqueños regresan a su mesa, victoriosos. Los gringos aplauden y ellos se dejan querer, generosos y fiesteros, desbordando chulería. Sería raro llamarles colonizados. Para cualquiera que los viera caminar como los veo yo ahora, abriéndose paso entre el humo, con ese flow y esa belleza, sería incomprensible catalogarlos como súbditos de nada.

Yo también aplaudo, feliz y confundida. Supongo que aplaudo como puertorriqueña y aplaudo como gringa. Aplaudo desde la asimilación y aplaudo desde la resistencia.