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Apiñados en una despensa repleta de tarros relucientes, un equipo de cocineros inspecciona un cheong elaborado con cáscaras de lima que normalmente habrían ido a parar a la basura. Este anodino almacén situado en una calle residencial de Ciudad de México es el motor que impulsa el elegante restaurante Baldío, el último de la capital que ha obtenido una estrella verde Michelin.
Baldío fue fundado conjuntamente por los hermanos Lucio y Pablo Usobiaga y el chef Doug McMaster, famoso por su innovador restaurante Silo London, que no genera residuos y carece de cubos de basura. “En un país con tanta biodiversidad y tanta riqueza en conocimientos ancestrales como México, Baldío no debería ser especial”, dice Pablo Usobiaga. “Tenemos todo lo necesario para que esto sea la norma y, sin embargo, parece un movimiento contracultural”.
La comida es creativa, pero esencialmente mexicana: tostada de calabaza con guacamole y brócoli, flor de agave, gusano de agave, flor de chinampa o cerdo de pastoreo de Veracruz con mole de tamarindo, servido con vegetales de chinampa. Se necesita una planificación minuciosa, desde las fuentes de suministro hasta la preparación. Los fundadores son también responsables de Arca Tierra, un proyecto de agricultura regenerativa que abarca a una red de 50 agricultores en el centro de México, además de la propia chinampa de la organización en el sistema de canales preaztecas de Xochimilco, en el sur de la Ciudad de México.
“Claro que es complicado, pero este es el tipo de innovación que necesita nuestro mundo”, sostiene McMaster. “Tenemos que examinar los escombros de esta civilización y averiguar cómo construir algo nuevo”.
Aunque los platos se terminan a la vista, en la cocina americana del restaurante, la mayor parte de la preparación tiene lugar en La Baldega, el taller donde el equipo lleva a cabo el programa de fermentación que ayuda a conservar los ingredientes y a reutilizar subproductos como la piel y el cartílago. “Si Baldío es la cara del proyecto, La Baldega es el cerebro”, dice Lucio Usobiaga. “Todos los ingredientes desechados vuelven aquí para ser transformados”.
El equipo aplica los principios de la carnicería a las frutas y hortalizas y las trocea para extraer la mayor cantidad posible de nutrientes. Por ejemplo, los limones se rallan y se exprimen y, a continuación, la parte blanca se convierte en cheong, un fermento coreano endulzado con azúcar.
Uno de los ingredientes fundamentales es el koji —arroz o soja cocidos que se mezclan con el hongo aspergillus oryzae para facilitar el proceso de fermentación—, una técnica popular en Japón y China desde hace miles de años. El equipo lo utiliza con tan buenos resultados en una salsa de pescado que no para de comprar más espinas y vísceras a otros restaurantes, entre ellos Máximo, de Eduardo García.
Según el Banco Mundial, cada año se pierden o desperdician en México unos 20 millones de toneladas de alimentos (alrededor del 35% de toda la producción del país). Gran parte de esos restos son comestibles y podrían destinarse a los 24 millones de mexicanos que pasan hambre a diario, pero, en lugar de ello, se pudren en los campos o se transportan en camión a vertederos en los que, al descomponerse, producen metano, que tiene una capacidad de contribuir al calentamiento global 25 veces superior a la del dióxido de carbono. Según Naciones Unidas, mientras que en todo el mundo, una de cada nueve personas está desnutrida, el desperdicio de alimentos es responsable de hasta el 10% de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero.
“Muchos consumidores no se dan cuenta de la repercusión que tiene el desperdicio de alimentos, no solo en términos económicos, sino también por los recursos naturales que se necesitan para producirlo”, dice Claudia Sánchez Castro, de la Red Mexicana de Bancos de Alimentos (Red BAMX), una organización sin ánimo de lucro que coordina una red nacional de 60 bancos de alimentos, que se abastece, en parte, con alimentos recuperados. “Además, tiene importantes repercusiones sociales en un país en el que millones de personas padecen inseguridad alimentaria”, añade.

Desde el campo hasta nuestra cocina, se desperdician alimentos en todos los eslabones de la cadena de suministro. Sin embargo, el sector de la hostelería —con su cultura de mesas de bufé, falta de protocolos para gestionar las sobras y una demanda diaria muy variable— es especialmente propenso a ello.
Cuando Silo abrió sus puertas, en 2014, fue el primer restaurante del mundo sin cubos de basura, lo cual elevó el listón de lo que significa el desperdicio cero. Hoy, utilizan menos del 1% de los alimentos como compost y no emplean materiales de un solo uso. Una alfarería especializada transforma el vidrio en porcelana, que se emplea tanto para la vajilla como para las lámparas y los azulejos.
Baldío forma parte de una nueva ola de restaurantes de todo el mundo que van más allá de las vagas declaraciones de sostenibilidad y adoptan una ética de residuos bajos o nulos. En Lisboa, SEM, de los exalumnos de Silo Lara Santo y George McLeod, garantiza que más del 90% de los recursos que usa no contienen plástico y el 10% restante se reutiliza para hacer muebles a través de colaboraciones con estudios de diseño locales. Flores, un restaurante familiar de Nimega (Países Bajos), seca las vísceras en koji para luego rallarlas sobre los platos de carne. En Helsinki, Nolla (que significa cero en finés) regala compost a sus proveedores y clientes, una tartera de sobras diferente.
“Las empresas privadas pueden desempeñar un papel crucial a la hora de reducir el desperdicio de alimentos”, afirma Heather Latino, instructora clínica en el Centro de Derecho y Política Alimentaria de la Facultad de Derecho de Harvard. “La influencia, los recursos y la capacidad de difusión de los restaurantes hacen que también puedan influir en políticas como fijar incentivos fiscales para las donaciones de alimentos o mejorar las infraestructuras de gestión de residuos”.
“Queremos que los mexicanos se sientan orgullosos”
El mayor obstáculo con el que se topó Baldío en su primer año de vida fue ser demasiado rompedor. “Creo que algunos mexicanos piensan que el residuo cero se contradice con la cultura de la abundancia que durante tanto tiempo se ha asociado al lujo”, dice Pablo Usobiaga. “Nuestra clientela es mayoritariamente extranjera y eso nos preocupa: absolutamente todo lo que hay aquí es de este país. Queremos que los mexicanos se sientan orgullosos cuando entren”.
El restaurante intenta atajar este problema hablando lo menos posible sobre el proceso de cero residuos en redes sociales y dando instrucciones a los camareros de que solo se lo expliquen a los comensales que lo pidan expresamente.

El equipo de cocina, compuesto totalmente por mujeres y dirigido por la chef yucateca Laura Cabrera, también se inclina por sabores mexicanos más familiares. Los tamales se sirven con barbacoa de setas, una versión vegana del plato clásico de Oaxaca, mientras que la oferta de bebidas incluye un cóctel de licor de maíz cubierto con ceniza de totomoxtle, además de bebidas mexicanas prehispánicas como el tepache y el pulque.
Un sábado por la noche, el comensal Santiago Nicieza se dispone a comer un plato de pequeñas verduras cultivadas a solo ocho kilómetros, en las chinampas de Xochimilcho, servidas sobre una capa tiznada de pipián sazonada con ajo negro. Esta es su segunda visita al restaurante. “Esperaba fermentos varios y sabores sorprendentes, pero esta vez han ahondado todavía más en la cultura mexicana y eso me encanta”, dice mientras saborea un pulque de carambola. Baldío ofrece sabores acariciados por el fuego, salsas atrevidas y texturas deliciosamente contrastadas. Es una cocina inequívocamente mexicana, pero, al mismo tiempo, totalmente única.